5 lindos Cuentos en formato PDF de Gabriel Aziz Loutaif, escritor argentino

5 lindos Cuentos de Gabriel Aziz Loutaif, escritor argrntino – versiones PDF

Cuentos de Gabriel Aziz Loutaif – Des cubre los 5 mejores y lindos cuentos de Gabriel Aziz Loutif gran escritor argentino. Son cuentos cortos y largos en formato PDF

Sobre el autor

Gabriel Aziz Loutaif


Gabriel Aziz Loutaif
60 años
Escritor

Primera publicación: (1986) Regresando Imágenes,
poesías.
Segunda publicación: (1996) Desde Algún Lugar del
Cielo, novela. Tercera publicación: (2006) El Milagro de las
Rosas
, novela, que con el pasar de los años le modifiqué el título para convertirse en ¿Alguien Vio Partir a Elías Massud?
En 2010 obtuvo el primer premio de cuentos, El Meridiano de la Palabra, en Paraná, Entre Ríos, cuyo título es, Su Pasión por Renoir, otorgado por la (SADE), Sociedad Argentina de Escritores. Le convocaron para integrar como vocal de esta institución. Se publicó una antología con los
ganadores de este concurso. En 2012 Nosotros, antología Poética En 2012, novela se publica El Hombre Postergado, lo que posteriormente se volverá a publicar dos veces más, y luego se publicará en inglés en el Reino Unido. En 2019 se publican dos novelas por la editorial
Tregolam. El Hombre Postergado, y Alguien Vio Partir a Elías Massud? En 2021, novela, Cuando Azarosas Tiritaban las Begonias, por editorial Sky Publicaciones, Montevideo, Uruguay. En 2022, cuentos, El Crimen de la Señora Vogel, editorial Sky Publicaciones.

A continuación Los Cuentos de Gabriel Aziz Loutaif VERSIONES pdf

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cuento 1

EL CRIMEN DE LA SEÑORA VOGEL

La fría mañana en que apareció asesinada  la señora Vogel, el olor esparciéndose alrededor de la casa, y, pues acaso, filtrándose invasivamente en las demás moradas era tan nauseabundo, que los primeros hombres uniformados que arribaron al sitio, tuvieron que abrir las ventanas para airear lo que se suponía era  la escena del crimen. En la medida en que la calle se vio la presencia de las patrullas estacionándose con la brusquedad típica de un operativo, las miradas de curiosos se hacían cada vez más manifiestas. Inmediatamente se formó un cordón policial y se encintó la morada  por sobre la reja del frente que comprendía la entrada. La División Homicidios inspeccionó el perímetro, observando desde la vereda hacia adelante, un terreno baldío al costado derecho, como así también, los jardines o patios linderos de las propiedades posteriores a la casa de la occisa. Y algo muy similar a una tapera bastante añeja  cuasi abandonada al costado izquierdo, justamente pegada a la residencia de la mujer asesinada. Se analizaron distintas posibilidades que podrían haber facilitado al asesino  el ingreso intempestivo al hogar de una mujer solitaria, que reunía todos los ingredientes atractivos para que una mente enferma y despiadada se sumiera ante semejante despropósito. 

La casa estaba totalmente enrejada desde hacía no mucho tiempo; tal vez, la mujer analizando las seguidillas de robos en el barrio, tomó esta determinación como manera preventiva para anticiparse a estos hechos.  Al parecer, comentaban los policías, no sirvió de mucho, ya que el asesino no tuvo ni siquiera que cortar ninguna de las rejas para ingresar a la vivienda de la señora Vogel. Era tal el despliegue policial, que el rumor fue esparciéndose como humo de una chimenea que se mezcla en un cielo grisáceo y, la muchedumbre, entre gestos de sorpresa, de morbo, pero también de indignación, experimentaron lo que se dice comúnmente, de una histeria colectiva, preguntándose los unos a los otros, con sus rostros temerosos, qué quién o quienes pudieron haber matado a la señora Vogel. Era insoportable permanecer en el ámbito, puesto que a la infortunada mujer la habían hallado bastante golpeada, y llevada perversamente hasta el extremo de la tortura, observándose un sin número de cortes en los antebrazos y en el tórax,  con signos avanzados en su cuerpo por el proceso de putrefacción cadavérica; dando como punto de evidencia que la data de muerte, al menos habría sido de cuarenta y ocho a setenta y dos horas de antelación al macabro hallazgo, según pensó el detective adelantándose a modo de presunción por su experiencia, al informe que elevaría el médico forense a la fiscalía.

 La luz de los tubos fluorescentes iluminaba patéticamente la escena; dando a inferir que el atacante posiblemente ingresó de noche y conocía tanto los movimientos de la casa, que se habría dispuesto tranquilamente a sus anchas para cometer el crimen, con las luces encendidas y un sentido de imperturbabilidad poco frecuente, según razonaban los policías a modo de presunción. El detective López Lozano, hizo desalojar a sus hombres para preservar la escena  y, de este modo, dejar que Policía Científica hiciera su trabajo con excesivo rigor, pero siempre inherente a las circunstancias. Posteriormente salió al pequeño jardín delantero a fumar un cigarrillo y observó con detenimiento al gentío, como si quisiera telepáticamente extraerles información y que el caso quedara resuelto de buenas a primeras, aunque una voz interior le simplificaba que era imposible concretar su deseo. Le pareció reconocer a Deosdado Funes, un comisario inspector ya retirado de la fuerza, pero no lo saludó hasta no ver que él mismo lo hubiera reconocido. Y cuando esto sucedió, lo saludó de buen talante con una sonrisa y un ligero movimiento de mano. Lo vio alcanzado por los años naturalmente de una manera estrepitosa; pero aun así, percibió la severidad en su mirada y la prestancia anacrónica de un hombre que supo ganarse el respeto por su transparencia y protagonismo para dilucidar una bastedad de casos. Deosdado Funes le hizo una seña corregida por una mueca  que no era el momento de hablar cerca de la escena del crimen, aunque le sintetizó que pasaría a conversar por Homicidios en cualquier momento para colaborar con la investigación, si hiciera falta, y pegó media vuelta para marcharse. Al detective López Lozano le pareció reconocer rostros de personas que hacía tiempo no veía, pero que de alguna manera les sonaba familiarizadas; ya fuera por antiguas denuncias, o reuniones barriales relacionadas a la inseguridad que iba en aumento.  Alcanzó a distinguir, también, a Benito Fernández, más conocido como el tarado Fernández, quien lloraba refregándose los ojos, al tiempo en que sacudía su cabeza, dejando traslucir que no entendía o no podía creer lo que acababa de enterarse sobre lo ocurrido para su sorpresa a la señora Vogel. Era un muchacho de unos treinta y ocho años con un leve retraso mental, aire bonachón, siempre guapo, que hacía changas, cortaba el césped, algún trabajito de pintura y cosas relacionadas a mantenimiento en general. Había algunas mujeres mayores que lo abrazaban con verdadera pena, pues, era evidente que lo conocían, ya fuera porque les habría hecho algún trabajo o porque simplemente lo veían caminar por el barrio. Lo vio alejarse lentamente con su paso cojo de entre una multitud, todavía expectante, como si aguardaran respuestas inmediatas ante semejante crimen.  De repente, aparecieron los hombres de policía científica. El detective López Lozano giró con brusquedad su cabeza, lanzó la colilla de cigarrillo, e ingresó con cierta ansiedad hasta la entrada de la casa, parapetándose en un sitio fijo para no estorbar a estos profesionales de las ciencias forenses. El fotógrafo permaneció unos instantes observando a la víctima antes de comenzar su trabajo  y, a pesar de estar acostumbrado a ver crímenes aberrantes, sintió un escozor que recorrió por todo su cuerpo. Los ojos azules de la señora Vogel estaban semi abiertos, como si hubiera perdurado insistente en querer despegar del tormento, con un trapo que amordazaba su boca, atada fuertemente desde sus pies, hasta la parte superior de sus miembros a la antigua mecedora negruzca, con señales desesperantemente notorias de haberse defendido. El reguero de sangre había comenzado en su habitación desde donde se produjo el ataque sorpresivo, continuó por el pasillo, y los peritos anoticiaron que el ensañamiento feroz, se produjo por la resistencia a no dejarse matar, dada la gran contextura física de la señora Vogel. Alrededor de su cuerpo, un gran charco de sangre, constituía que el desenlace fatal se produjo en el mismo lugar en donde la encontraron atada a la mecedora, brutalmente asesinada.

 Lo que determinó, taxativamente,  que fue la primera y única escena del crimen. Uno de los peritos, observó con detenimiento un atizador con restos de sangre y de cabellos blancos, propulsando la hipótesis que posiblemente los golpes mortales, a pesar de las heridas cortantes, fueron hechas con este objeto contundente, y que el homicida, al menos  aparentemente, no era un asesino organizado, según los análisis de los peritos criminalistas, basándose  en la seguidilla de evidencias encontradas en la casa. Los placares de los dormitorios estaban bastante revueltos y las cajoneras de los mismos, destrozadas; como si la desazón de no haber encontrado algo valioso, hubiera despertado la furia del asesino. El bastón con empuñadura de plata, antiquísimo y de procedencia alemana, estaba tan rajado que parecía unido apenas en las partes por hebras de madera, y se pudo determinar que había también manchas de sangre en el extremo inferior del mismo; lo que dio a suponer que la señora Vogel, pudo haber intentado defenderse del ataque con este elemento, aunque persistiera la sospecha con más rigurosidad, al inferir que el agresor utilizó esta herramienta también como paliativo como para reducir a la anciana. Un perito de Rastros y Huellas lo sopesó con delicadeza y lo introdujo dentro de una bolsa para analizar en el laboratorio. Había gran cantidad de ropa vetusta de la señora Vogel y de su difunto esposo desparramado sobre el piso. Los pocos  cuadros que decoraban la vivienda, fueron desmarcados por el criminal con la ilusión, según infirió el detective López Lozano, de encontrar allí objetos de valor.  Las primeras señales daban como signo ostensible que el móvil habría sido el dinero. ¿Podría haber sido uno o más los chacales para cometer semejante asesinato?, se preguntó el detective. Tal vez sí, o tal vez no; luego infirió, aunque un solo hombre fornido de aproximadamente ochenta kilogramos, tranquilamente pudo haberla dominado.  La noticia conmocionó a la opinión pública. Si bien, la mujer  no era una persona muy querida en el barrio-ya sea por su carácter endemoniado y sus malas maneras- por  tratarse de una anciana que vivía sola desde que  murió su esposo, y la forma cruel y despiadada en el tratamiento infernal que había efectuado  el  asesino, se sintió un estupor acompañado por muestras de condolencias en el vecindario. Lo extraño, pensó el detective López Lozano, es que nadie escuchó los gritos, si es que los hubo; o si lógicamente alcanzó a vociferar algo en su intento desesperado por salvar su vida. O quizá, los potenciales  testigos, temerosos por alguna represalia, prefirieron omitir información a la justicia para desentenderse de la tragedia y vivir en el sopor cobarde de una insostenible culpa pero con cierta tranquilidad por llamarlo de alguna manera.  Salvo unos cuantos llamados a la policía efectuados por su vecina, Amelia Ballesteros, una señora no tan anciana, que curiosamente coincidían con la hora aproximada del crimen. Rápidamente se puso en conocimiento que la mujer padecía  problemas psiquiátricos, y que muy a menudo oía ladrones correr por los techos. No solo de su casa, sino que también de las contiguas, con delirios persecutorios, puesto que para entonces y desde hacía mucho tiempo, se rumoreaba que oía voces retumbando abrumadoramente en su cabeza, percibía presencias divinas hasta demoniacas, hablaba telepáticamente con seres extraterrestres, se conectaba con jerarquías de ángeles y seres de luz, y tenía cansadas a las autoridades por sus constantes avisos funestos; pero sin lugar a dudas, e irremediablemente, sin otro sentido más llamativo que sus propias elucubraciones. Se supo también, que la señora Vogel, a pesar de su carácter e indiferencia hacia el prójimo,  le tenía cierta simpatía, y que se apiadaba considerando los problemas de salud mental tan manifiestos por su vecina.   La puerta del acceso principal no estaba forzada. Policía científica se interesó por unos cuantos martillazos sobre el contorno de la cerradura; sin embargo, se determinó que el  homicida, lo hizo a propósito para simular que tuvo que destrozar la puerta de madera maciza para ingresar a la casa de la señora Vogel y que se figurara como un hecho fortuito, cuando era obvio darse cuenta, según los informes de los peritos, que la cerradura no estaba forzada y que el asesino entró cómodamente con la llave. La casa era una morada sencilla, con dos habitaciones que daban al patio posterior, un solo baño, el lavadero que era una prolongación de la cocina y a esta, un pequeño comedor diario. El living ciertamente pequeño y lúgubre antecediendo a la puerta principal, un garaje en desuso pero utilizado como sitio para guardar cambalaches y herramientas; lo que hacía suponer que la víctima llevaba una vida de austeridad. Había que comenzar a investigar al entorno más directo: la familia. ¿Entonces cuál sería el móvil del crimen? Todo cerraba categóricamente para el detective, que el dinero podría serlo como punto principal. Pero a juzgar por la saña empleada por el asesino para cometer un robo a una mujer anciana que vivía en una casa modesta, con apenas una mísera pensión para comer  y, sumado a esto, con pocos recursos para defenderse, infirió que fue un acto demasiado cruel y excesivo, si ése fuera el móvil. De todos modos, no desdeñaba esa hipótesis, puesto que el sentido común de un criminal, razonaba el detective, no compatibiliza con el de la generalidad de las personas, considerando que desde su perversión, estos sujetos actúan llevando a sus víctimas desde el terror, manipulándolas a su voluntad, pasando por la tortura y hasta la muerte, si en resumen, el objetivo es válido con tal de llevarse un pequeño o gran botín, como podría serlo apenas la jubilación de una anciana; o tal vez, una suma cuantiosa de ahorros, joyas o cosas por el estilo. No descartó tampoco que fuera una venganza, ya que los primeros comentarios vagos no la exponían a la señora Vogel como a una mujer bondadosa, servicial, o que se mostrara con empatía hacia la comunidad. Un señor mayor que estaba presenciando la llegada de los policías, recordó que unos años atrás la señora Vogel cansada de que unos muchachotes se sentaran a fumar y a emborracharse en su vereda, salió con exagerada violencia sosteniendo un palo de amasar y los enfrentó con tanta brusquedad, que estos tipos comenzaron a correr presurosamente y se perdieron en la esquina. Otro caso que llamó la atención, fue hacia diciembre pasado cuando un hombre de buen aspecto, con traje de alto valor y de una presencia fuerte de personalidad que impactaba hasta la medula, tocó la puerta de su casa. 

La anciana al principio quedó extasiada, lo miró de buen talante desde los pies a la cabeza y lo hizo pasar con una parsimonia como jamás antes vista. A los pocos minutos se escuchó un estrepito dentro de la casa, puesto que se abrió la puerta, y a posterior, se vio un cuerpo empujado por la fuerza atroz de un golpe de puño incrustado en el rostro de este estafador que actuaba o fingía actuar como abogado previsionalita, que le había hecho la propuesta de que a través de su gestión personalizada, podría aumentarle la pensión de su difunto esposo de manera sustancial.   ¿Pero acaso esta señora había hecho tanto daño como para que terminara su existencia de este modo tan brutal y desmesurado? Hasta el momento, ninguna hipótesis era contundente. Aunque el detective consideró que el maltrato desmedido hacia una persona, podría generar un rapto de locura, y más aún, si presumiblemente el individuo en cuestión, cargado de resentimiento, de odio, no está en su sano juicio, las probabilidades de salir indemne, para el caso, son nulas. Entonces se preguntaba, ¿podría haber sido un allegado, o tal vez,  un pariente ansioso y desesperado por asegurarse el beneficio de la herencia?  ¿Alguien que conocía los movimientos de la casa, horarios de entrada y salida de la señora Vogel? Según comentarios de los vecinos, la señora no tenía hijos y ni siquiera parientes lejanos, lo que en cierta medida, despejaba circunstancialmente estas dudas; pero no de manera definitiva para el detective López Lozano.  Había que investigar a las personas que frecuentaban la casa. Uno de los vecinos aseguró que semanas atrás, la señora Vogel había contratado a dos albañiles para reparar el techo, ya que las últimas lluvias de marzo, provocaron serios daños de filtraciones de agua, lo que exteriorizó manchas de humedad en su habitación y parte de la mampostería en la cocina y comedor de diario. ¿Serían fácilmente localizables estos trabajadores de la construcción? ¿Quién los conocía, o para ser más claro, quien los habría recomendado? Para el detective López Lozano, este crimen no era hecho-como se dice comúnmente en la jerga- al boleo. Y aún más, sintió visceralmente que la víctima conocía a su asesino más de la cuenta y que había una confianza que superaba todos los límites inimaginables, considerando las versiones o comentarios sobre la personalidad de la víctima. Por supuesto que era una apreciación subjetiva, pero raras veces se equivocaba cuando sentía una intuición como la que le estaba haciendo tanto ruido en su cabeza. Mientras miraba fijamente a la occisa, innúmeros pensamientos revoloteaban por su mente.  Lo decía el cuerpo de la señora Vogel: su expresión de entre sorpresa y espanto. Lo que sí era harto sabido, es que la señora Vogel había migrado de Alemania junto a su marido, un ingeniero aeronáutico que se desempeñó en la Fábrica Militar de Aviones de la ciudad de Córdoba a principios de los años cincuenta. Se supo además, que ella daba clases de inglés y de alemán, pero de manera particular, que no tenía trato con los vecinos por su fuerte carácter y por su figura temeraria de mujer de acero. Sumado a esto, se había instalado en el imaginario colectivo, que su difunto esposo, Roger Bagtchut, no sólo era un ingeniero aeronáutico, si no que se habría desempeñado como oficial de la SS de la Alemania nazi que degeneró en la Segunda Guerra Mundial, y que al finalizar la contienda, escapó junto a otros oficiales con nombres apócrifos hacia la Argentina para refugiarse escapando de posibles represalias desde el viejo continente. El detective lo descartó de plano, ya que la historia sonaba más a una película de espionaje americana, que a una venganza que arrastrara muchas décadas de odio, y que por desenlace fatal,  terminara pagando una mujer anciana en las postrimerías de su vida.  Si el móvil no era el dinero, entonces, ¿sería un crimen pasional? Lanzando de súbito la colilla de cigarrillo, es absurdo, pensó en voz alta el detective López Lozano con una sonrisa, aunque a esta altura de mi vida ya nada me sorprende. Luego que el fiscal se hiciera presente en el lugar del hecho y tomara la diligencia del caso con una vehemencia más que notoria, comenzó a caer una incipiente llovizna. Algunos reporteros lo aguardaban en la acera. Respondió sólo algunas preguntas y se fue abriendo paso por entre la muchedumbre ansiosa, que había permanecido desde temprano cuando vieron las patrullas estacionándose sobre la cuadra donde estaba ubicada la casa de la señora Vogel. Mientras que el cuerpo era trasladado en la morguera, el detective López Lozano fue inclemente con la prensa, haciendo señas de que lo dejaran tranquilo, ya que era demasiado el trabajo que le esperaba para resolver el caso y que por el momento, les pidió que lo entendieran, poniendo como manifiesto que no debía revelar datos por preservar el secreto del sumario.
Había un sinnúmero en el listado de hombres sospechosos. Delincuentes que hacía poco habían recuperado su libertad, pero que para la policía siempre serían sospechosos, considerando potencialmente a estos sujetos a estar propensos a delinquir, ya fuera desde el más mínimo crimen hasta cometer una barbarie. No había un horizonte claro para estas personas que por tantas e indefinidas razones se quedaron fuera del sistema, y aunque algunos sujetos habían de poner denodado esfuerzo estudiando dentro de la penitenciaria, la estigmatización criminal los encasillaba como posibles reincidentes.
El fiscal convocó a una veintena de sospechosos, en su gran mayoría, con antecedentes penales. Se les hicieron extracciones de sangre que se cotejaron  con las pruebas genéticas de la víctima. Se compararon los perfiles genéticos, pero no arrojaron datos satisfactorios.
 Conforme a lo acordado aquella mañana funesta, el comisario Deosdado Funes se apersonó en el despacho del detective López Lozano,  quien estrechándole su mano le indicó una silla. Éste se sentó y lo miró directo a los ojos:
—Ay, Lopecito, cuantos años han pasado y nunca nos juntamos a cenar o a lo que fuere; vos siempre dijiste que me llamarías, por eso me sorprende tanto que te hayas olvidado. Antes, nos juntábamos más a menudo, ¿te acordás?, asados, pastas caseras en mi casa preparadas por mi mujer; digo sin despreciar a tu esposa que también cocina de maravillas. Bueno, en fin, había más interacción. 
López Lozano levantó las cejas.
 —Faltaba más, Deosdado. Tenés razón, no tengo excusas, hermano. Decime para cuando estarías dispuesto. Esta vez no te voy a fallar, quedate tranquilo. Comeremos un asado con un buen vino como se estila si es eso lo que te gusta. O proponé  vos y será cosa cumplida, sin excusas. 
Deosdado Funes apenas esbozó una sonrisa.
—Bueno, espero que sea cierto. Me gusta visitarte de vez en cuando. Siempre recuerdo cuando egresaste de la escuela de oficiales. Ya en aquel entonces eras un pendejo que prometías para bueno. Ahora te pregunto, ¿hay alguna noticia con respecto al esclarecimiento sobre el crimen la señora Vogel?
—Nada, che, vos sabés que estamos investigando y de todos los sospechosos nadie quedó detenido. Va a costar atraparlo al hijo de puta que hizo esto.
—Ajá, ¿sabías que yo la conocí bastante porque éramos vecinos? Vivo a veinte metros de su casa. Claro, no sabías. Vendí la otra casa que vos conociste porque era muy grande y con mi mujer decidimos reducirnos a una más pequeña. Mis hijos se fueron casando, ¿y para qué habitar una tan grande cuando sólo somos dos moradores? Así que desde hace veinte años que estoy en el barrio. Conozco, digamos que bastante a su gente, así que podés contar conmigo para lo que te sirva. 
López Lozano arqueó las cejas.
—No me digas, me pareció raro que justo estuvieras cerca de la escena; pero si es para tenerlo muy en cuenta, creo que algo podría salir con un sabueso tan obstinado como vos. ¿Y qué me podés decir?
Deosdado Funes se echó hacia atrás del respaldar de su silla y respondió:
—Era mal llevada la vieja, pero no fue una mala persona. Los ancianos nos vamos poniendo jodidos con los años, si no mírame a mí. ¿Qué te puedo decir? Mi olfato me dice que no fue al boleo, que estaba estudiada la cosa, que ella conocía al asesino, que no fue pasional. Te digo más, parece pasional por la cantidad de cuchillazos, pero no lo es. Guita no había. ¿Herencia?...sólo la casa. No había descendencia ni parientes lejanos, eso es lo que escuché en el barrio. Era una alemana viuda que vivía de su jubilación, muy austera, como la mayoría de los que viven por la zona. No sé el móvil, pero me parece que fue una venganza.
—¿Y por qué pensás que fue una venganza?...Aunque yo pienso lo mismo.
—Mirá, a mi parecer, fue un solo tipo. ¿Por qué pienso que fue una venganza? Está más que claro, por la saña del asesino. Nadie medianamente inteligente que entra a robar quiere matar porque conoce las consecuencias, a no ser que sea descubierto y asesine para ocultar el primer crimen. Los tiempos cambiaron, lo sé, hay pendejos que matan porque sí. No hay códigos como antes en el hampa.  Desestimo que fuera una mujer, ya que la vieja era muy fuerte y hubiera costado dominarla. Digo por su contextura física y lo violenta que era. El que lo hizo, por supuesto sin ninguna justificación, tenía sus razones. Era amada en el barrio porque cuando podía ayudaba a los pobres. Era odiada también, porque descalificaba a los homosexuales, a los vagos, y a los chicos que juegan a la pelota que es cosa de todos los días. Eso la enfurecía.
—Entiendo pero no me cierra que fuera para tanto. Te lo digo con todo respeto, pero tiene que haber una razón más consistente para sostener lo que me estás anticipando. No lo descarto, de todos modos me hace ruido este crimen. Tanto, que no me está dejando dormir por las noches, y si sigo así, creo que me volveré loco.
El comisario retirado frunció el entrecejo con cierto signo de perplejidad, dijo:
 —Hay que ser fuerte si vas a seguir en la fuerza, y  no es para tanto, che. Por supuesto que es muy penoso lo que ocurrió, pero a la vieja no la vas a revivir si se esclarece el caso. Si querés aclarar el crimen, dejá las emociones a un costado y pensá con la cabeza fría. No te estoy marcando a nadie todavía, pero te voy a dar datos que podrían ser significativos. Es para que vayas pensando y así despejar algunas dudas, analizando otras, hilando conjeturas, qué sé yo.  Pero te cuento, y tomálo con pinzas
—¿Qué me vas a decir Deosdado?
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—Mirá, y escúchame bien.  Si el jardinero no dejaba el pasto todo bien cortito, lo insultaba hasta el hartazgo. Cuando se humilla mucho a alguien, vos sabés que se lo está llevando a que acumule mucho resentimiento. Y eso podría ser peligroso. De todas formas, no quiero apuntarlo o juzgarlo de antemano; sólo quiero que tengas en cuenta para que analices lo perturbador que podría ser una persona que maltrata a otra. Se llama Justiniano Gómez. ¿Qué casualidad lo del nombre Justiniano, no?  No soy perfilador de asesinos, pero tengo mucha experiencia en esto. Hay que hacer la autopsia familiar, conocer a la víctima en su pasado y presente para analizar con objetividad qué fue lo que atrajo su muerte.  
—Eso es cierto, claro que sí. Lo mismo habría que ubicar al jardinero, a este tal Gómez e interrogarlo.
—Eso dejálo por mi cuenta. Averiguo y te traigo su dirección. De todos modos, pobre muchacho, te repito, no lo estoy juzgando; sólo te tiro un dato para que tengas en cuenta. ¿Podría ser sospechoso el tipo? Claro que sí. Hay que dudar de todo el mundo.
—¿Sospechás de alguien más?
—Justo al lado de mi casa viven los hermanos Luna. Son todos ladrones de poca monta. Chorean estéreos, gomas de auto, arrebatos, pero por ahora no los veo muy peligrosos. Fuman mariguana, aspiran cocaína con otros chorros y hacen fiestas con música de cuarteto. Se ven caras fuleras que llegan a cualquier hora.  Vienen otros vagos como ellos, no sé en qué andarán, pero me imagino por sentido común que son del palo. De vez en cuando laburan de albañiles, o hacen como que laburan, por eso les dura poco. La merca es cara, ¿vos me podés decir de donde mierda sacan tanta guita para bancarse la droga?
López Lozano se encogió de hombros.  
—No sé, del afane me imagino. ¿Traficando será?  Habría que ver si no son más pesados de lo que aparentan y no te has dado cuenta. ¿Y cómo los aguantas? ¿Tuviste algún problema con ellos?
—Me dan pena, Lopecito. No sé qué decirte, todo puede ser. Conocí a sus padres que eran buenas personas, pero murieron en un accidente de auto y estos pendejos quedaron a la buena de Dios, sin una educación, sin afectos. De todos modos no se meten conmigo. Saben que siempre salgo con el fierro en la cintura, y tal vez por eso me respetan. Es raro que se metan con un cana aunque esté jubilado. 
El detective López Lozano esbozó una sonrisa y se apresuró a decir:
—O para ser más honesto, te tienen miedo. Tu fama de policía duro no se extinguió. Si te hiciste famoso atrapando chorros muy pesados y cagándote a tiros hasta reventarlos, qué querés que te diga, eso te dejó la fama de policía duro. Acá te respetamos mucho, Deosdado, vos lo sabés. No creo que haga falta que te lo repita. Se te extraña, hace falta gente como vos en Homicidios. 
—No, por supuesto que no. Y muchas gracias por tus consideraciones. Ahora  quería preguntarte si sabés algo sobre la data de muerte. 
—Desde el lunes por la mañana que nos avisaron y llegamos a la escena, creo que el forense dijo que entre las cuarenta y ocho, y setenta y dos horas por el estado de putrefacción cadavérica. Fue también mi impresión, algo aprendí en estos años. Sin embargo no es exacto, hay muchas variables con la data, ya sea por las alteraciones que produce el clima. Si es frío, a veces propende a conserva el cuerpo, o el calor que acelera el proceso de putrefacción. ¿Por qué me preguntás eso?
—Qué sé yo. El sábado después de media noche, los hermanos Luna pusieron la música muy fuerte. Mi mujer se puso como loca ya que odia la música de cuarteto. Tuve que vestirme, salir a esa hora de la noche y golpearle la puerta para que bajaran el volumen.
—¿Con qué lo relacionás?
—Y…si nadie escuchó los gritos de la señora Vogel, algo me hace pensar que podría tener que ver, ya que hay mucha coincidencia. Subir la música para matar a la señora Vogel sin que nadie pueda escuchar sus gritos, ¿o pensás que la vieja no gritó? Por eso quisiera saber la data, ya que es muy importante aunque sea aproximada.
—Me imagino que sí. Estoy desconcertado amigo, ¿pero no me dijiste que estos pibes son apenas unos chorros de poca monta o entendí mal?
—No sé, Lopecito, uno nunca termina de conocer a la gente. Todos empiezan robando, y algunos más despiadados traspasan la barrera y si tienen que matar, van a matar. No quiero adelantarme a los hechos con estos muchachos, ya te dije que me dan pena, son unos pobres pibes. Además, podría ser la junta de amigos, quizá. Bueno, es un parecer, digo, o estoy diciendo un disparate.
—¿Ladrones pobres pibes?... ¿Me estás tomando el pelo?
—Para nada. Los conocí de muy pendejos y sentí mucha angustia en el funeral de sus padres. Nadie se acercó para ayudarlos; mi mujer les llevaba comida porque de lo contrario se cagaban de hambre. Posiblemente pierda objetividad cuando pienso en ellos.
 El detective López Lozano hizo una mueca con sorna. 
—Seguramente.  ¿Pero te hace ruido en la cabeza cuando pensás en esos pobres pibes, no?
—Y sí, de otra manera ni te los hubiera mencionado. Lopecito, te pido por favor que no hables con ironía cuando te referís a los hermanos Luna, por más que con el tiempo se descubra que tuvieron algo que ver con el crimen de la señora Vogel; bueno, si es que realmente tuvieron que ver en el asunto, porque quiero creer que no, aunque tenga mis sospechas, por decirlo de alguna manera  a la ligera, pero muy poco consistentes.
El detective López Lozano bajó su mirada.
—Sí, disculpáme, sucede que soy muy apasionado en mis investigaciones. Vos estás ligado a ellos desde lo sentimental, y te entiendo, no obstante, hay que investigar. Tratar de ver la realidad. Quiero que se aclare, que aparezca él, o los culpables.
—Claro que sí. Ya te dije que mantengas la mente en frío. Si no, miráme a mí. La realidad puede ser dura, pero hay que desentrañar las cosas que a veces no me dejan verla. Ahora que recuerdo, estaba el loco Tissera que supe que estuvo encanado un tiempo, y esa noche lo vi muy eufórico, tal vez por la merca. También lo vi al tarado Fernández. Para ser más claro, Benito Fernández, el loquito que hace changas en el barrio, el que tiene una pierna más corta que la otra y renguea mucho.  Recuerdo que una noche lo vi al turco Hassan; ése sí que era un pesado. Atracaba camiones de caudales, usaba armas largas. Se la rebancaba en los tiroteos. Yo lo encané una vez, no lo maté por un pelo. Parece que está retirado el turco. Se puso un lavadero de autos hace unos años y no tuve noticias de si volvió a reincidir.
—Peligroso el hombre aunque esté retirado.
—Pero claro que sí, por eso te comento para que lo tengas en cuenta.
—¿Y qué hacía frecuentando a los hermanos Luna? Un tipo grande, aparentemente retirado, con un lavadero de autos. ¿Será una pantalla y tal vez estén pergeñando alguna  cosa fulera?
—Por el momento sólo puedo decirte que los visita. ¿Si andan en algún barullo juntos? No lo sé.  No quiero decirte que los Luna  son peligrosos, no me parece, pero si se puede constatar que la data de muerte fue dentro de esa ventana horaria, creería que son sospechosos. No creo que sean responsables del crimen material, pero quizá como participes necesarios. 
El detective lanzó una carcajada casi grotesca.   
—Che, con estos tipos tan pesados que se visitan con los Luna…no sé qué pensar, no sé cómo dormís por las noches con esas lacras de mierda merodeando el barrio. ¿Tenés un aguantadero al lado de tu casa y estás tan tranquilo?
Deosdado Funes lo miró con firmeza. Dijo:
—¿Qué decís?... Si estuviera tan tranquilo, no estaría acá informándote sobre los movimientos extraños que veo. Si alguien me viera en tu despacho, yo podría ser boleta, ¿me entendés? Me la estoy jugando porque uno nunca deja de ser cana.
—Puedo ponerte un patrullero en la puerta todo el tiempo que sea necesario.
—No, de ninguna manera, eso levantaría sospechas. No tengo miedo por mí. Reconozco que sí me preocupa mi mujer. Si la llegaran a tocar, salgo a reventarlos a todos.
—Esperemos no llegar a esas circunstancias. No quiero que estés más expuesto; tal vez, mientras se va aclarando el asunto, podrías con tu mujer hacer un viaje y punto. No sé, en todo caso pensálo.
—Vamos a ver cómo sigue la cosa y te aviso, Lopecito. Gracias por preocuparte amigo.
—Es lo menos que puedo hacer, después de todo, te estás jugando por el esclarecimiento de este crimen infame.  
Deosdado Funes cerró los ojos como si recordara algo.
—¿Sabías que la señora Vogel daba clases de inglés y alemán? A los más duritos de cabeza, cuando no entendían bien sus clases los trataban de burros. Son pibes de secundaria que parecían inofensivos, pero habría que investigarlos también.  Vaya a saber si alguno de estos muchachos acumuló bronca y simuló un robo para matarla.
—Todo puede ser. Vamos a investigar a estos pibes. La vieja era una hija de puta. Bueno, que Dios la tenga en la gloria, pero si fuera así, de alguna manera se la buscó.
Deosdado Funes meneó la cabeza con tristeza.
—No creo que sea justo lo que decís, para nada.- e incorporándose,  le estrechó su mano para despedirse. Luego giró sobre sí y le explicitó:
—No te quedes sólo con los hermanos Luna y su entorno, investigá más. Espero tu llamada por ese asado que nos estamos debiendo.
Asintiendo con un leve movimiento de cabeza, el detective le respondió:
—Quedáte tranquilo que es un hecho—. Y vio al comisario retirado marcharse a paso lento, pero seguro como cuando estaba en sus funciones en la fuerza. 

Desde la Central de Policía, mirando la pantalla de la computadora, el detective López Lozano analizaba los distintos perfiles criminales. Al cumplimentarse los casi treinta días del homicidio, el estudio preliminar proporcionado por los forenses, determinó que el análisis dactiloscópico confirmó contundentemente que las huellas tomadas del cuerpo de la occisa, pertenecían a la señora Vogel. En la escena, no se había podido detectar un disparo en la cabeza., debido a la cantidad de sangre distribuida sobre la gran cabellera.  Pero cuando el médico legista del Instituto Forense hizo la autopsia, aparecieron otros elementos que llevaron a la señora Vogel a la muerte. El informe reveló que se observa gran charco de sangre de noventa por treinta centímetros aproximadamente, de bordes netos debajo de su extremidad cefálica y región toracoabdominal. En el dormitorio se observa charco de sangre de treinta por cuarenta centímetros de bordes imprecisos en la entrada. En el pasillo se observan gotas por proyección que conforman el reguero de sangre. En la ventana se visualizan manchas de sangre por contacto de gotas en el marco y manchas de sangre por impronta de pisadas. Se puede objetivar, a nivel de examen externo, un orificio de forma circular de cinco por cinco milímetros de diámetro, de bordes netos o regulares, con anillo contusivo de FISCH en forma difusa a su alrededor. Se observa tatuaje y ahumamiento, lo cual permitiría inferir que el disparo habría sido efectuado a corta distancia. Lo que resume restos de masa encefálica y sangre, lo cual, estaría indicando que correspondería a orificio de entrada de proyectil. No se detecta orificio de salida. Heridas cortantes múltiples de dos a tres centímetros de longitud, superficiales en cara anterior de ambos antebrazos. Se objetivizan restos de tejido y pelos en el lecho subungueal.  De todos modos, el proyectil determinó su deceso ingresando por región temporal izquierda, entre el pómulo y la sien, llegó hasta la base del cráneo alojándose en el vértice de la órbita, provocando la laceración de las estructuras que están en ese trayecto. Las pruebas demostraron que la atormentó con un cuchillo para luego dispararle a la cabeza. 
El informe liminar que llegó en los días posteriores, determinó que desde el departamento de Huellas y Rastros, informó que más precisamente en el pasillo de la casa de la occisa, encontraron una sincronización extraña entre las pisadas, ya que una de las huellas pertenecía a una zapatilla con pisada completa, y la otra era una media pisada. El detective López Lozano quedó pensativo, luego levantó el tubo del teléfono y llamó al fiscal:
—Doctor, disculpe si está muy ocupado, pero necesito de manera urgente una orden de allanamiento para registrar la casa del tarado Fernández; o… perdón, doctor, disculpe mi torpeza. ¿Será… Benito Fernández?  


FIN
Cuento # 2

MÍNIMAMENTE UN CAFÉ

El salón de la Biblioteca Córdoba parecía resplandecer, puesto que entre periodistas locales y personas seguidoras de sus obras estaba atestado de gente hasta incomodar la respiración. El escritor Luca Bongiorno, psicoanalista reconocido y hombre apasionado a las letras, estaba finalizando su discurso acerca de su última novela titulada, Las Zonas Oscuras de tus Entrañas. No era la primera novela, por cierto, la que lo había llevado meteóricamente al éxito. Pues había sido rechazado por todas las editoriales del país desde sus comienzos, y su angustia arrastrada, que sumada a otras experiencias, se veía reflejada en su mirada, al margen de que cuando se inició la presentación, trató de poner lo mejor de sí mientras recreaba algunas intromisiones de sus libros anteriores que ya había alcanzado a escribir algo más de una docena. Meneó su cabeza encanecida por los años con un dejo de impotencia y desmesurada felicidad al mismo tiempo; como si quisiera reivindicar el esfuerzo insistente de sus trabajos y revalorizarlos, por supuesto. ¿Acaso las emociones lo habrían traicionado entre dicotomías, pulsiones inusitadas de euforia y gestos que no pudo reprimir ante un público que lo oía con ostensible amabilidad?  Había vivido con el fantasma de morir y de no poder concretar su sueño. Sin embargo, los laureles y el reconocimiento social y académico los podía experimentar en vida. Era inexorable. ¿Quién podría discutir la trayectoria y el lugar encumbrado que lo posicionaba  entre las más altas esferas de la literatura y de los cenáculos? Sus obras se estaban traduciendo a más de treinta idiomas. De distintas universidades del mundo, lo invitaban a conferenciar al ilustre Luca  Bongiorno. Arribando al final del discurso, se quitó los anteojos, con su pañuelo blanco dándose golpecitos en la frente alcanzó a secarse la transpiración, producto del sofocamiento y el estrés que suelen generar estos eventos, y entre aplausos seguido por el continuo efecto de los flashes, el señor menudo de la fila tres que lo observaba con aparente admiración, le preguntó:
—¿Acaso usted, señor, piensa que su obra podría ser autorreferencial?
 Enfocando su mirada hacia el señor menudo de la fila tres, Bongiorno, que a lo largo de sus años había atravesado por muchísimas entrevistas y estaba acostumbrado a responder preguntas muy similares, en un tono muy doctoral, admitió:
—Claro que sí. Más allá de lo literario, todo lo que hacemos en la vida es autorreferencial. Las circunstancias que nos tocan vivir, no son casuales. Son inherentes a todos, y a un todo, porque de alguna manera nos atañe, por más que lo sintamos impropio. Con esto, no estoy afirmando que mis obras son estrictamente autorreferenciales. Así mismo, agrego que la crianza, la educación, la persona que amaremos, o al menos, la que creemos que amamos y que también pensamos que nos ama, el propósito que tenemos que no siempre es claro, en algún momento serán un punto de inflexión en nuestras vidas. ¿Y qué podrá sobrevenir sino una crisis existencial? Todo está relacionado, por eso, y desde mi punto de vista, pienso que lo autorreferencial, aunque suene presuntuoso, está ligado a  nuestra existencia. Las personas que nos cruzamos a diario que no conocemos, pero que al observarlas a los ojos, una voz interior nos avisa que hemos estado con ellas en otras dimensiones, en existencias remotas. Aunque parezca descabellado, pienso desde mi punto de vista que es subjetivo, que en efecto es porque estamos conectados y nuestra mente racionalista se niega a entenderlo por temor a perder el juicio.
Un hombre anciano de la fila siete, de buen talante levantó la mano. Aguardó hasta que Bongiorno le hizo una seña para que preguntara lo que le plazca o se expresara a sus anchas.
—Con todo respeto, le quiero preguntar algo. ¿Está usted seguro con su postura, ya que otros autores se han manifestado en discrepancia con usted? Opinan que pueden ser objetivos después de haber escrito el tercer o cuarto libro. Algo entendible, como si la carga emocional de su ámbito, me refiero a su familia, el contacto con la sociedad, pudiera quedar reflejada autorreferencialmente al principio de su carrera. Y después, claro, desprenderse de lo autorreferencial para ser más objetivos. 
Bongiorno asintió con un leve movimiento de cabeza, luego carraspeó su garganta y se aprestó a decir:
—Bueno. Nadie podría tener una teoría absoluta sobre este tema. Y ningún otro, lógicamente. Es solo mi opinión que pueden tomarla o dejarla. Entiendo las discrepancias de mis colegas. Pero sostengo, que aunque algunos autores no lo reconozcan y lo sientan superado, considerando que el nudo de sus obras nada tiene que ver con sus vidas, desde el inconsciente y los arquetipos, se verán reflejados la trama, los estados de ánimo de los personajes, el desarrollo, las dudas, las crisis y todo un compendio de estados mentales que a simple vistazo no lo advertimos. Pero si profundizamos exhaustivamente, nos daremos cuenta que esa obra, que en apariencia no conecta con su historia, el génesis remite a las circunstancias del aquí- ahora del autor, a su herencia genética, a sus pasiones. Los escritores percibimos cosas que a nosotros mismos nos cuesta creer. Experimentamos cosas especiales, como por ejemplo, observar a una pareja sentada en un bar, hablando vaya a saber qué cosas, y posiblemente se nos ocurra crear el nudo de una novela. No sé cómo explicarlo con mayor claridad, pero estamos propensos a percibir más desde lo emocional, sensaciones, estados anímicos, colores que no sé si existen. Bueno, no quiero explayarme tanto sobre este tema.  
—Disculpe —interrumpió de mala manera el señor menudo de la fila tres con bastante sorna— ¿Usted por ser escritor se cree especial?
Bongiorno se volvió a quitar los lentes y parpadeó con perplejidad. Luego miró a su editor que estaba justamente sentado a su derecha. Sacudió su cabeza negativamente y con cierta muestra de indignación, le respondió:
—No, señor, jamás me sentí especial por ser escritor. Es cierto que este oficio de escribir me causa muchas alegrías, pero en distintas circunstancias me ha frustrado hasta angustiarme. Bueno, los escritores somos falibles, después de todo, los seres humanos lo somos también. ¿Y qué somos nosotros sino seres humanos que reinventamos nuestras vidas en los personajes que ilusoriamente creamos y nos proyectamos para salirnos de la monotonía o la mediocridad de la existencia?  Somos mentirosos porque la adversidad nos llevó a hacerle creer a nuestro ego que somos talentosos y a veces no es cierto. Claro que no. Mentimos descaradamente al escribir una historia para tratar de convencer a los lectores que lo que están leyendo es cierto. Nos gusta generar fascinación a través de la literatura. Lo admito, claro, es una lucha constante con el ego, más allá de mi pasión literaria. No obstante, es tan duro sobrevivir como escritor, que aunque carezcamos de talento, tratamos al menos de convencernos de que sí lo tenemos.
Hubo un repentino estallido de risas y aplausos, hasta que el señor menudo de la fila tres, con enfática preocupación, volvió a interrogar:
—¿Entonces, a qué conclusión quiere llegar? 
—A que como exalta la ciencia, sin hacer demasiados análisis, somos el resultado de nuestro pasado. Somos biología, naturaleza, concatenación de emociones y sentimientos que se condensan y fluyen en nuestro ser. Nos desconcertamos muy seguido, porque en el fondo somos duales; algo así como esponjas absorbiendo todo tipo de situaciones y dificultades. A veces la vida nos lleva por caminos adversos, entonces aflora la dualidad y el sentido común que podría variar dependiendo de las circunstancias. Ya sea desde la alegría de ver un hermoso atardecer cuando estamos enamorados, hasta cuando cae el ocaso y la noche substancialmente se apodera de nuestra soledad porque hemos perdido a nuestro amor.
—¿Pero qué tiene que ver con lo que está diciendo antes, cómo lo conecta?— preguntó el señor menudo de la fila tres. 
—Escuche atentamente. Habría que analizar a esa persona que está atravesando por una crisis amorosa, o un duelo, qué sinsabores siente, cómo fluye la melancolía en sus emociones, qué y cómo percibe la realidad para mantenerse  plantado en la tierra bajo esas circunstancias.  ¿Así como amó a esa persona, acaso no pudo haber pergeñado vengarse porque sintió que fue traicionado? Hay casos que se llega al asesinato. ¿Entienden cuando me refiero a la dualidad? Otro caso podría ser la de un policía que ayuda a un anciano a cruzar la calle porque lo conmueve por el riesgo que significa verlo enfrentar el peligro. Por otro lado, nos podemos enterar que ese mismo policía junto a otros uniformados, liberan una zona para que un narcotraficante venda drogas. ¿Es contradictorio? Claro que sí, totalmente. Pero todo tiene una explicación. Cuando el policía vio al anciano, hizo una transferencia con su padre, entonces, más allá de su solidaridad, que vale por supuesto, simbólicamente ayudó a cruzar la calle a su padre. Esta dualidad, entre otras cosas, explica sus zonas obscuras.
El hombre menudo de la fila tres lo observó alterado, como si comenzara a recordar momentos que hubiese preferido olvidar para siempre, y a sembrar odio hacia Bongiorno. El público asintió pensativo, como si se sintieran reflejados en ciertos pasajes de sus vidas. Un joven muchacho con apariencia de ser un estudiante de psicología o a una carrera a fin, sentado en la fila cuatro, levantó su mano. Preguntó:
—¿Y las personas que en apariencia son integras, adineradas, cultas, se las percibe felices, pero por alguna razón caen en la desesperanza? ¿A qué atribuirla, a que muestran una fachada, a que despliegan el personaje que habita en ellas para tapar lo que son verdaderamente, o a cierta pulsión de muerte como refiere Freud?
Bongiorno abrió sus ojos con cierta perplejidad. No se había equivocado cuando percibió que el muchacho sentado en la fila cuatro era un estudiante de psicología. De todos modos, que el muchacho hubiese mencionado pulsión de vida o de muerte, no le daba certeza de que fuera un estudiante de esa carrera. Asimismo, por unos instantes se alegró mucho de que pudieran interactuar con cierto grado intelectual, y que la charla fuera más amena; pues, lo veía curioso, interesado en aprender, analítico, y él consideraba a este tipo de personas como verdaderos seres inteligentes.
—Buena pregunta.  Su interés ronda o se interesa hipotéticamente sobre alguien que  en apariencia es feliz, y no sabe cómo atribuir la desesperanza. Bueno, a distintas posibilidades. Podría ser un tipo de depresión, tal vez. La pérdida de un ser querido, perder a su pareja, o hacer una crisis existencial, vaya a saber las razones.  Pero deseo volver al tema dualidad que yo en lo personal lo conecto a todo. Le aclaro, no por poseer dinero, alto nivel cultural y llevar una vida prospera quiere decir que alguien es feliz. Hay que conocer su historia, sus pasiones, sus logros o fracasos, su lugar en el mundo para clarificar intrínsecamente su problema existencial. Se habla mucho de las pulsiones de vida, Eros, y de muerte, Tanatos, pero Freud habla también de la pulsión de poder. Se me ocurre, por dar un ejemplo, que una persona que es hijo de un hombre muy poderoso, podría tener una vida placida, viajes, estudios en universidades extranjeras de prestigio internacional. Ahora por lo general, estos hijos bendecidos por el dinero, no desarrollan un vínculo demasiado afectivo con sus padres. Y si ocurre es muy llamativo. 
—Siempre aludiendo mis preguntas al título de su novela. ¿Está afirmando que el hecho de ser rico sería nocivo para las personas? —interrogó el muchacho de la fila cuatro.
—No tengo nada en contra de la riqueza. Hay ricos que son felices. Depende de la educación que hayan recibido. Lo que quiero dejar bien en claro, es que lo material trae comodidad, bienestar, sin embargo, nunca va a sustituir al amor. A veces, o en realidad en muchos casos, el poder nos deshumaniza. Un padre poderoso, tarde o temprano le transferirá su proyección de vida para que lo imite, o tal vez para que lo supere. Depende de quién es el padre, qué quiere para su hijo, qué intenciones tiene. ¿Lo dejará ser o lo manipulará para moldearlo a su manera?
—¿Qué quiere decir con esto? —interrogó el muchacho. 
—Es muy amplio el tema a desarrollar. En este caso lo está presionando a ser alguien que posiblemente no quiera ser. Existen distintas variables, ya que por cierto, no nos podemos quedar analizando un solo estereotipo. Hay ciertos padres narcisistas que humillan constantemente a sus hijos y los convencen de que son unos idiotas. No me cabe duda. Son manipuladores. Dependerá de su hijo cómo manejarse en la vida para construir su personalidad con  su narcisismo herido recargado por el perverso narcicismo de su padre. Es muy posible que su hijo se convenza de que es un idiota y no llegue a construir la vida deseada. No nos olvidemos que la educación y los afectos en los vínculos se transmiten de generación en generación. Un cúmulo de pulsiones de poder podría ser peligroso para la psique, ya que esta pulsión es violenta.  Corremos un alto riesgo de convertirnos en psicópatas o en monstruos atrapados en nuestro narcisismo. 
—Disculpe por mi insistencia sobre el título o parte de la trama —dijo el muchacho de la fila cuatro. ¿Nos podría adelantar algo? Estoy bastante intrigado señor Bongiorno.
—Desde luego que sí. Sobre el título de mi novela y algunas inferencias le podría adelantar algo. Considero, como ya dije antes, a mi parecer, que el hombre es dual. En ese punto, refiere a través de los personajes pensamientos perniciosos. Las miserias humanas como el odio, el rencor, la envidia, el resentimiento, la desesperanza, los desequilibrios que nos inducen a estados sórdidos que nos podrían llevar  al suicidio, o al homicidio. Claramente se contraponen con los buenos pensamientos, la empatía, el amor, la comprensión, la generosidad. 
—Entonces, ¿la dualidad a la cual se refiere, cómo la enfocaría considerando que el sujeto ya formó si se quiere su personalidad?-interrogó el muchacho
—La personalidad podría constituir un personaje que  muestra a la persona más o menos tal cual es, o tal vez no. Consideremos que  siempre subyacen factores que nuestro mecanismo de defensa los mantiene ocultos, o actúa dependiendo de las distintas variables que atraviesa el sujeto con sus circunstancias. La ambivalencia afectiva, como por ejemplo: te quiero pero a veces te odio. A veces siento muchísimas ganar de matarte, pero me abstengo y me quedo pensando por qué no puedo concretar mi deseo. ¿Serán los afectos o la estructura moral lo que a veces mantienen frenados los deseos de matar, pero aun así siempre corriendo el riesgo  de que la pulsión de matar estalle?  Así les pasa a ciertas personas, más allá de que nunca crucen esa barrera.
—¿Nunca la cruzan, señor Bongiorno, está usted seguro de eso? —preguntó el estudiante de psicología de la fila cuatro.
—A veces sí. En la mayoría de los casos afirmo que no. Como si en nuestras cabezas cohabitaran distintos seres que le hablan al yo  y lo quisieran desestructurar. Suena esquizofrénico lo que digo, ya que la estructura yoica lucha constantemente contra estos personajes a veces temerarios. La pulsión de matar está latente en todas las personas. Un jefe maltratador, humillador, está cometiendo un homicidio psicológico, como lo explica un colega en su tesis doctoral. Está generando a que una buena persona cansada de sus descalificaciones o maltratos, algún día se brote y lo asesine a martillazos en la cabeza. Es muy simbólico que sea en la cabeza. ¿Se dan cuenta lo que es destruir la autoestima? Por eso nos enteramos en los periódicos que una mujer tras treinta años de matrimonio, mata a su conyugue de un escopetazo cuando el hombre está durmiendo indefenso. No quisiera justificar a nadie, ni hacer apología de un crimen, ¿pero se imaginan el maltrato que padeció esta pobre mujer durante aquellos años? Y viceversa por supuesto, también hay mujeres que maltratan a los hombres, pero esto se da con menor frecuencia. Dependemos de la consistencia moral y el vínculo que se produce con la neurosis que a veces no alcanza, de las circunstancias y de nuestros estados anímicos para ver cómo vamos a reaccionar. Me pregunto: ¿los frenos inhibitorios actuarán, o dejarán abiertos a estos personajes al libre albedrio? 
—En definitiva —adelantó el muchacho de la fila cuatro— somos una bomba de tiempo, o una caja de Pandora. Cada ser humano es un universo para analizar.
—Claro que sí, y siempre remitiéndonos a su historia, a sus antepasados. No es normal matar, pero no me sorprende de que cualquiera lo haga, más allá de que ese cualquiera pudiera estar fuera de sus cabales o no. La línea es muy fina. En efecto, hay casos extremos, situaciones especiales en la que reaccionamos por un imprevisto que nos ubica entre la espada y la pared. También habría que considerar a personas con problemas emocionales, al lugar que hoy ocupa este ser misterioso de apariencia normal, que camina meditabundo con sus silencios por la misma vereda que podríamos caminar nosotros, que se sienta en el mismo banco de la iglesia, y a veces, no nos damos cuenta de si está en paz, o si está por brotarse de un momento a otro. De todos modos, quiero aclarar algo. No existe la normalidad y mucho menos en estos tiempos.
La señora de la fila ocho vestida de traje beige le preguntó:
—¿Pero por qué dice eso? Me asusta mucho. Ahora que lo pienso, me daría mucho miedo salir a la calle y ser sorprendida por alguien con esas semejanzas.
—No se asuste tanto. Vivimos una ilusión de invulnerabilidad porque creemos que no nos va a pasar nada. Pudimos estudiar una carrera, trabajar, casarnos y crear una familia. Nos aferramos a una religión que nos dice que al morir vamos a estar con Dios. Construimos un estereotipo que seduce socialmente y nos permite vivir con cierta armonía. A pesar de todo, en el fondo sabemos que la vida es corta y que en algún momento vamos a morir. Nada nos da la certeza absoluta de que ese Dios salvador existe, y que tras la muerte nos dará vida eterna o el paraíso que tanto anhelamos. Tampoco nada nos da la certeza de que vamos a estar sanos mentalmente. Vemos a personas que antes de envejecer, comienzan a olvidarse del presente y sólo registran el pasado, a perderse, ya sea demencia senil, u otra patología, pero hacemos transferencia y nos asustamos mucho.
—¿Por qué hacemos trasferencia? —volvió a preguntar el muchacho de la fila cuatro.
—Porque somos seres humanos y se produce un fenómeno al vernos reflejados instintivamente en nuestros ancestros. Somos conscientes que la herencia genética de alguna manera podría afectarnos. Todos, absolutamente todos, de alguna manera estamos un poco tomados por la locura. Aun así, a pesar de las distintas adversidades, pienso que vale la pena vivir la vida lo más provechoso que se pueda. Por algo estamos, permanecemos, planificamos, construimos, porque sin lugar a dudas, algún sentido tendrá nuestra existencia, la vida es una experiencia maravillosa. Al menos ese es mi pensamiento y espero sostenerlo en el tiempo. 
Se sintieron fuertes carcajadas y comentarios entre el público, como si hubieran recordado escenas dramáticas en sus familias, ya que este escritor de buenas a primeras, les recordaba que la locura es inherente a los seres humanos. Y nadie absolutamente estaría exento.
El estudiante de psicología de la fila cuatro, levantó una mano:   
 —Ahora, pregunto, quizá cambiando un poco de rumbo estos aspectos tan interesantes y asociados al hombre. Considerando la educación, la manera de transmitir los afectos, me refiero de padres a hijos, ¿por qué a veces lo aparentemente feliz podría resultar un signo de desesperanza?
Bongiorno admitió con una sonrisa:
—Podría serlo, claro que sí. Todo es relativo. Creo que se trata de encontrar un equilibrio. No es tan fácil, ni tan difícil. Los padres que abrazan y besan a sus hijos diariamente demostrándole su amor, su comprensión, su apoyo, y les refuerzan sus capacidades y talentos, siempre con respeto y autoridad, no autoritarismo, están sembrando a un ser virtuoso. Cuando los dejan elegir sus carreras con libertad para que se desarrollen, más allá de los logros obtenidos, no tienen que preocuparse tanto por el futuro que les depara sumado a las circunstancias por venir. Saben en el fondo que la integridad forjada desde los afectos, desde la educación, desde lo moral, al percibirlos fuertes los hará batallar cualquier adversidad.  La cosecha probablemente será maravillosa. 
El señor menudo de la fila tres revoloteó sus ojos con cierta malicia. En un tono grotesco, gritó:
—Dice que no se siente especial, pero admite que es talentoso, o que cree que se tiene que convencer de que es talentoso. Resulta muy contradictorio su discurso, señor Bongiorno. Confunde a este pobre muchacho relativizando todo. Pulsiones, y un mequetrefe de disparates psicoanalíticos que mama mía. Entiendo, usted como psicoanalista los puede manipular, pero no a mí, no soy un idiota. Yo soy un hombre bastante inteligente. Hay que ser muy tonto para no darse cuenta que la frustración, los objetivos no alcanzados producen infelicidad. La frustración nos desquicia, la autoestima se destruye y relegamos todo a un sinsentido.  
Bongiorno lo oía pensativo, como si fuera un paciente más al que hay que prestarle demasiado la atención y dejarlo que se exprese en el consultorio. Este hombrecillo tenía sus razones para afirmar lo que estaba diciendo; lo lamentable, lo torpe y burdo, eran sus maneras resentidas de expresarse.
—Claro que entiendo lo que es la frustración —respondió Bongiorno—. Estas emociones aplastan a los más débiles y podría deprimirlos o hacerlos enloquecer, y a los más fuertes convertirlos en mucho más fuertes de lo que son, señor, pero continúe, por favor que está muy interesante la charla a pesar de lo irónico e irascible que está usted. Le advierto que esta gente es pensante. No son idiotas como usted trata o destrata a estas personas.
—Eso se verá ya más al final. Menos mal que lo entiende, Bongiorno, o eso creo. Aun así, ¿usted analizó lo que acaba de decir? Escribe para salirse de la monotonía o la mediocridad de la existencia. ¿Entonces está admitiendo que las personas que no escriben son mediocres porque son quizá trabajadores, personas comunes, que deben llevar el pan de cada día? ¿Acaso no es un insulto al público que vino a ver a un escritor consagrado, como lo demuestra la realidad, seguramente, y nosotros como tontos esperamos honestidad y sabiduría de su parte? Por favor, trate de ser más claro señor Bongiorno.  
La señora rubia de la fila cinco, gritó:
—Deje de molestarlo, por favor. Nunca vi a alguien tan despiadado y cínico, señor. ¿Después de todo, quién es usted para interrogar o poner en tela de juicio al señor Bongiorno que ha puesto tanto esmero en ser claro con nosotros? No es para nada justo en la manera en que usted se dirige a un escritor que no alcanzan las palabras para ovacionarlo. Deje de molestarlo y cállese la boca, maleducado.
Un hombre de contextura grande y cara de caballo sentado en la fila cuatro lo miró furioso al señor menudo de la fila tres. Sentenció:
—Me estoy conteniendo para no darle una paliza. Contrólese o perderé los estribos. Si no le he golpeado, es sencillamente por respeto al escritor que admiro tanto. Nadie se merece este descaro y mucho menos en el día de la presentación de su novela. 
Se produjo una bulla entre miradas atónitas y de indignación, hasta que se hizo un silencio en la sala.  Bongiorno lo miró con cierta dureza pero logró mantener la templanza. Hizo una señal con la mano para apaciguar los ánimos, y dijo:
—Es usted una persona por demás agresiva. ¿Se dio cuenta que alteró al público?
El señor menudo de la fila tres sonrió con bastante malicia y contestó despectivamente: 
—No me importa si el público está alterado. Parece que a nadie le interesa oír la verdad. ¿Después de todo, tanto alboroto por decir lo que pienso? ¿O acaso está mal decir lo que uno piensa si íntimamente sabe que está muy cerca de la verdad? Ahora tengo que soportar a una gallina loca que me reta, y que un matón me amenace con darme una paliza. Por favor, esto es inaudito. Un lugar de la cultura como lo es este sitio se podría convertir en un campo de batalla. 
Bongiorno lo miró pasmado.
—Señor, usted provocó esto. Le pido por favor que no le falte el respeto a nadie y menos a una dama. Está muy lejos de decir verdad. ¿Además, quién podría afirmar que algo es verdadero? Que nos aproximemos hacia algo verdadero, estoy hipotetizando, aclaro, tal vez tenga verosimilitud.  Si usted realmente pensara con aplomo, si analizara sus preguntas o acotaciones  antes de largar sus juicios tan presurosos, no estaríamos hablando en estos términos ¿se entiende?
El señor menudo de la fila tres sonrió con cinismo. Dijo:
—La verdad es que no lo entiendo. ¿Cómo podría entenderlo si está lleno de contradicciones? 
—Entonces no entendió absolutamente nada. Ahora bien, volviendo a su pregunta incisiva, ¿qué le puedo decir? No me referí en particular a nadie, excepto a mí y a unos cuantos autores amigos que coincidimos cuando expliqué que escribo para salirme de la monotonía o de la mediocridad. Me hace bien escribir, me siento pleno. Sin embargo, sería absurdo de mi parte afirmar que escribir sea satisfactorio para la generalidad. Cada uno experimenta lo que siente, lo que busca y lo que le toca. Además, confieso abiertamente que me he sentido mediocre en distintos momentos de mi proceso de escritura y otros aspectos que no vienen al caso porque son de índole personal. No sé si queda claro, lo dije por mí en este caso, más allá que hayamos coincidido con algunos autores amigos.
—¿Pero acaso usted no se siente talentoso? —repreguntó el señor menudo de la fila tres—. Por momentos es tan ambiguo que me cuesta creerle. ¿Es talentoso o cree que es talentoso? ¿Ya se convenció ahora que logró el éxito, o necesita ganar el Nobel para convencerse? Usted anhela los laureles de la academia sueca. Juraría que sueña salir en todos los periódicos del mundo, sólo por orgullo. Vamos, diga la verdad, no me gusta la humildad fingida. Estoy harto de tanta hipocresía. Usted se ha referido a la dualidad, entonces le pido que sea consecuente en sus palabra y actitudes.  
Bongiorno sonrió algo cansado. Explicó:
—De ganarlo, por supuesto que lo aceptaría con muchísimas ganas, ¿por qué no? Ahora,   ¿creerme talentoso?, ¿qué importancia tiene? Tal vez lo sea o tal vez no. Pero admito que debo creer en mí, ya que después de todo, ¿qué tiene de malo creer en uno mismo? Al muchacho no quise confundirlo. Solo  respondí sus preguntas. Lamentablemente no tengo el secreto de la felicidad. Pero cuando se llega a formar un criterio, es porque se ha analizado y relativizado hasta el cansancio el nudo de la cuestión al respecto. Solo soy un escritor que ha venido a presentar un libro. 
—¿Sabe qué pasa? —interrumpió el señor menudo de la fila tres—. Pareciera que se siente por encima de todos. Que haya tenido suerte en la vida, no lo pone en un plano superior a nadie en lo absoluto, señor Bongiorno.
—No me siento por encima de nadie, es un disparate, por Dios, ojalá que esto no me ocurra jamás. Soy tan falible como la mayoría de las personas que caminan por este sendero de la vida y que muchas veces nos cuesta entender dónde estamos parados. Hay algo que es muy cierto. Me gusta hacer las cosas bien, soy bastante perfeccionista. Bueno, en fin, ¿alguien más quisiera preguntar algo?-Y miró hacia el público con expectación. Luego asintió con un leve movimiento de cabeza con muestras de gratitud y concluyó:
—De lo contrario estoy muy agradecido por su presencia. Quisiera ir cerrando porque nos pasamos en la hora. Los encargados de este lugar se tienen que retirar. Realmente, muchas gracias por haberse tomado la molestia de acompañarme en la presentación de esta novela. Nunca sucedió un acontecimiento que se proyectara  tan extenso. La verdad que no. Pero cabe destacar que creo que esto sucedió de esta manera porque se puso muy interesante el desarrollo de la charla. Lamento si este encuentro pareció más inclinado hacia lo psicológico que a lo literario, pero existen razones para sustentarlo de esta forma. Además, ambos factores están muy relacionados. Debo admitir que fue muy significativo ahondar en este terreno de lo obscuro para conocer esas zonas que nos cuesta tanto admitir y que por momentos somos participes voluntarios. Es de buena madera  concientizarnos más de los valores que aún tenemos y ojalá que nunca, pero nunca  se pierdan. Hubo una serie de incidentes con el señor que desconozco su nombre, cosa que nunca me había ocurrido. Quiero decirle que aun así le estoy agradecido, ya que fue enriquecedor el encuentro. Ah, perdón, quisiera agregar algo. Estoy seguro que aquí hay escritores o entusiastas que están inseguros de empezar o algunos no tanto, qué sé yo. Tal vez entre ustedes hay quienes tengan más definido este oficio de escribir. Es normal que ocurra. Me pasaba lo mismo cuando comencé. A esas personas les digo que se animen, que no bastardeen sus sueños y no se dejen bastardear por nadie. Está lleno de gente frustrada que no se animaron a nada y transfieren su experiencia con el prójimo.  Es muy posible que los traten de locos, de pusilánimes; sin embargo, vale la pena escribir. No compitan con nadie, sean ustedes mismos. Como aconsejaba el maestro Borges al cual debo reconocer mi profunda admiración, si quieren llegar a ser buenos escritores, lean y relean a los clásicos. Después lean lo que les plazca. Todo sirve, todo suma, nada es al azar.  A veces es muy duro este oficio porque se trabaja en soledad y muy pocas veces uno llega a ser reconocido. No se queden en el ostracismo, o pulsión de muerte, confíen en ustedes. Persistan que es la única manera de llegar. La vida tiene más sentido cuando hay un propósito claro. Anímense, es lo que Freud tífica como pulsión de vida. Muchas gracias. Muchas gracias nuevamente, no sé cómo agradecerles, me hacen sentir muy bien y espero que sea reciproco.   
El público lentamente se puso de pie y comenzó a aplaudir. Tanto, que se vieron algunos rostros con sus mejillas mojadas y manos presurosas secándose los ojos.  Seguido a esto, una exaltación de emociones y recuerdos inconclusos, convergieron en una seguidilla de flashes que le hicieron parpadear al señor Bongiorno hasta obnubilarlo. Se formó una extensa cola de gente aguardando para que les firmaran sus respectivos libros. Él sacó una estilográfica y se dispuso a firmar con gusto como había de hacerlo siempre en otras oportunidades de su carrera, cuando aún no era un autor reconocido. Pero haber visto a personas  aguardando la dedicatoria, había de hacerlo sentir inmensamente feliz.  A un costado se vieron a dos hombres de chaquetillas blancas sirviendo vino y canapés; lo que significó que el momento tensional se fuera distendiendo, y que rodearan apaciblemente a Bongiorno, quien respondía de buen talante a periodistas y a personas en general seguidoras de sus obras. El señor menudo de la fila tres, permaneció apartado sosteniendo una copa de vino y observando un ejemplar de la novela que miraba de reojo en la contratapa. Parecía que estuviera a punto de estallar en cólera. Cada sorbo de su bebida, simplificaba un trago de veneno que impactaba contra sus viseras. Observaba a Bongiorno con embeleso, y a la vez, con un obscuro resentimiento acumulado durante años desde que comenzara a leer obsesivamente sus obras. No obstante, Las Zonas Obscuras de tus Entrañas, a pesar de no haberla leído, le había zamarreado en lo más hondo de su narcisismo. Ya que él se sentía frustrado como escritor y como esposo abandonado en circunstancias dramáticas.  Sumado a esto, el comentario último de Bongiorno de transmitirles ánimo a los posibles escritores indecisos, no lo asumió como un gesto de empatía o de cooperativismo, sino que más bien, lo pergeñó desde su obscuridad como un acto de soberbia disfrazada de ultraísmo.
Desde iniciado el brindis, había transcurrido algo más de cuarenta y cinco minutos cuando se oyó un relampagueo que sorprendió a todos. De súbito comenzó a desalojarse la sala. Una mujer se lamentó no haber llevado paraguas, ya que la lluvia se hacía cada vez más ostensible. Bongiorno habló con su editor, se despidió estrechándole su mano y lo vio marcharse; posteriormente saludó a las pocas personas que aguardaban en la entrada y se parapetó junto a las demás, a la espera de que fuera mermando el aguacero.  Se dijo a sí mismo, pero qué imbécil no haberme manejado en mi automóvil. Será que ya me puse viejo, infirió apretándose los labios como signo de resignación. Detestaba conducir en la ciudad, ya que el tráfico lo estresaba hasta el hastío. Vivía muy lejos para ir caminando. Desde hacía una década, se trasladaba en taxi, pero en estas circunstancias cómo conseguir uno disponible, si la mayoría de los que vio pasar estaban ocupados y los pocos que parecían disponibles eran arrebatados por transeúntes presurosos por escapar de la tormenta que arreciaba fantasmalmente sobre la ciudad de Córdoba. Comenzó a caminar bajo la lluvia por la 27 de Abril. Sintió un bocinazo, pero descreyó que fuera dirigido a él. Prosiguió su marcha, puesto que la suerte estaba echada al destino que jugaba entre las inclemencias del tiempo y su preocupación de llegar a su morada. Cuando había hecho unos cien metros, su traje estaba totalmente empapado. Pero qué imbécil, se volvió a decir a sí mismo, con el desánimo propio de una persona mayor que avizora un panorama funesto y sintiera que las fuerzas de soportar este atropello, ya no eran las mismas como cuando era un joven muchacho. Sintió otro bocinazo molesto y cuando giró sobre sí, sobre un Peugeot 504 desvencijado y descolorido vio al señor menudo de la fila tres aferrado al volante. Esto no puede ser, pensó, pero si es una locura encontrarme con este tipo provocador que llevó la reunión a casi una pesadilla. Es cierto que le dio un poco de atractivo perverso, admitió para sus adentros, pero nos alteró a todos con sus conjeturas errantes.  El señor menudo de la fila tres  bajó la ventanilla y tras dar otra serie de bocinazos, le hizo una seña con su mano para que subiera. Gritó: 
—Vamos, suba, mi auto es una catramina pero lo llevaré hasta donde vaya. Ciertamente es viejo, pero nunca me dejó porque es muy fiel a mí, y valoro mucho la fidelidad, más aún, en estas épocas de incertidumbre que uno no sabe quién es quién. 
Bongiorno quedó pensativo analizando lo que acababa de escuchar. Le sonó enfermizo el comentario de este hombre extraño que exaltaba la fidelidad de un objeto inanimado para con su persona. Le sonó hasta esquizofrénico el comentario. Dijo:
—Gracias, pero vivo muy lejos. Ya me sabré arreglar, señor. No se haga problema, son cosas que pasan.
—Disculpe.  ¿Me podría decir dónde vive o hacia dónde va? —insistió el señor menudo de la fila tres.
—Villa Rivera Indarte —dijo Bongiorno pensando que se lo sacaría de encima al darse cuenta de lo lejos que se extendería el viaje—. Sería un despropósito que me lleve. Muchas gracias. No se preocupe, ya conseguiré un taxi apenas pare de llover. 
El señor menudo de la fila tres abrió los ojos con un signo de impaciente felicidad. Exclamó:
—Justamente, pero qué casualidad. Yo vivo muy cerca y no me importunaría llevarlo. Tenga en cuenta que a nuestra edad, con este frio repentino  estamos predispuestos a una neumonía. Y usted no es tonto, es un hombre grande y conoce las consecuencias. Córdoba solía inundarse hace muchos años. Podría ocurrir lo mismo si no para el aguacero. La construcción de La Cañada estuvo muy bien pensada por aquellos años, pero cuando llueve mucho se alborota tanto la fuerza del agua que parecería que fuera a desbordarse. Los cables de alta tensión suelen caerse por las tormentas. Está viviendo un momento muy especial de su carrera como escritor. No creo que quiera morirse por el solo orgullo de subir al automóvil del tipo que lo fastidió justamente el día de la presentación de su novela. La vida nos debe preparar, o mejor dicho, nosotros debemos prepararnos para enfrentar este tipo de incidentes. No sea necio, vamos, suba. 
El escritor se sintió abrumado entre una realidad que lo apabullaba y la oportunidad de este chiflado que aprovechaba una situación difícil de sobrellevar para intentar manipularlo. Bongiorno era un hombre alto, corpulento, de ojos azules; el típico italiano del norte con rasgos germánicos. Había practicado boxeo en su juventud, pero a pesar de esto, subir al automóvil de un extraño cuando minutos antes se había manifestado con agresividad en una sala repleta de gente le sonaba algo más que disparatado. Un colectivero aceleró de golpe y le salpicó el traje con agua embarrada. Aunque ya estaba mojado debía restarle preocupación al pequeño accidente. No obstante, se indignó por la falta de consideración del chofer del colectivo. Ya nadie respeta ni siquiera a las personas de edad, pensó en voz alta. Se sentía viejo, vulnerable. Dentro de la incertidumbre, lo miró pensativo. Lo vio tan pequeño, no solo físicamente, sino en la pobreza de sus pensamientos iracundos, en sus banalidades inconsistentes y maliciosas, que se encogió de hombros cerrando unos instantes los ojos. Pensó para sus adentros, es un pobre infeliz y yo un hipócrita de mierda si accedo. Luego lo miró indeciso. Y aunque una voz interior le anticipaba que no aceptara la invitación, lo mismo decidió cruzar y subir. Mientras arrancaba el automóvil, el señor menudo de la fila tres se disculpó por lo agresivo que estuvo con su comportamiento. Trató de justificar su improperio aduciendo que le costaba mucho reprimir sus impulsos, ya que sentía algo muy similar a que su cabeza estuviera a punto de estallar cuando no podía expresar sus pensamientos. Bongiorno, casi inmutable, le respondió que todo era tratable cuando hay verdadera convicción y voluntad de mejorar las cosas. Buscó el cinturón de seguridad sin éxito, ya que no existía por lo vetusto y abandonado que estaba el automóvil. El señor menudo de la fila tres lo miró de reojo y  aceleró con brusquedad, luego sacó de la guantera un trapo sucio que pasó por sobre el interior del parabrisas a fin de secar la humedad que afectaba la visibilidad. El viaje se hizo un poco largo, ya fuera por lo pesado que estaba el tránsito, las calles semi inundadas, los esquivos y vericuetos que tuvo que hacer el señor menudo de la fila tres, que finalmente y luego de hablar de distintos escritores clásicos y contemporáneos, el automóvil se fue adentrando a Villa Rivera Indarte. Bongiorno le indicó con su dedo índice la calle por la cual debían de doblar. Pero el conductor haciendo caso omiso siguió sin inmutarse. Posteriormente lo miró con indiferencia, le dijo: 
—Mínimamente un café, señor Bongiorno y no acepto un no.
—Pero, ¿qué hace? No puedo, ya es tarde, mi mujer me espera. No quisiera que se asuste por mi ausencia.
—No entiendo, ¿usted tiene mujer y no fue a la presentación del libro? Si hay algo que nunca voy a entender, es a las mujeres. Uno les da todo y así le pagan. Se van, se van, son malas. Nunca están satisfechas, siempre buscan una razón para ofuscarnos la vida. Son personitas maravillosas cuando están enamoradas, pero eso dura muy poco. Usted que ha vivido la vida seguramente me dará la razón. Estoy más que convencido.
—Mi mujer no se sentía bien. Le sugerí que se quedara a descansar. Por favor, detenga el coche que voy a bajar. Tenga consideración esta vez, en otro momento podemos tomar un café y charlas largo y tendido, señor.                
—No voy a detenerme, ni se lo sueñe. Tomaremos un café, hablaremos sobre literatura, y después lo llevaré hasta su casa. Quédese tranquilo, somos colegas, habló mucho en su conferencia con esos idiotas seguidores suyos. Ahora tiene la oportunidad de hablar con una persona inteligente que está justamente en este auto viejo, pero que nos trajo. Vamos, no sea desagradecido. 
Bongiorno abrió los ojos con furia, puesto que al instante cayó en la cuenta que este hombrecillo siniestro, tenía todo perfectamente planeado desde un comienzo, y él, como un tonto, había accedido a pesar de estar consciente que se encontraba con un sujeto peligroso. Paulatinamente comenzó a recordar haberlo visto comprando víveres en el mismo almacén donde Bongiorno solía hacer sus mandados. La panadería de la señora Teresa, tan antigua y tan querida por la comunidad, pero que aun así, no recordaba con exactitud los años que llevaba concurriendo para comprar pan criollo, medias lunas, o bizcochos para acompañar el mate. La gomería de los hermanos Machuca, donde en varias oportunidades le habían reparado los neumáticos, y en cierta ocasión, el hombre que manejaba sentado a su lado había discutido en tonos fuertes con ellos tampoco fue al azar. Como si pasara por su mente una vieja película en blanco y negro, recordó los vastos momentos en que vio a este energúmeno fingiendo comprar, o leyendo un diario, en distintos lugares, cuando las razones de esas aparentes casualidades, significaba que lo estaba observando con una extraña obsesión que antes no habría advertido. Pero dadas las circunstancias, el tan estudiado y analizado inconsciente le zamarreaba el cerebro para que tomara conciencia que estaba corriendo riesgo su vida. Claro, no eran casualidades, por cierto que no. Al salir de la Biblioteca Córdoba, la tormenta no estaba prevista, pensó Bongiorno, sin embargo, conspiró para que este sujeto aprovechara el mal tiempo y se generara una estratagema convincente para hacerlo subir a su automóvil. Sintió que su cabeza explotaba, entre pensamientos encontrados, emociones iracundas que trataba de reprimir y su decisión ingenua de haberlo escuchado y de creerle, a pesar que una voz interior le advertía que se abstuviera. ¿Qué estaría pergeñando con retenerlo este sujeto extraño que lo llevaba por la fuerza a vaya saber con qué propósitos? Al sentir la desesperación de saberse manipulado, gritó:
—Está cometiendo un delito, señor, deténgase o abriré la puerta. No quisiera violentarme, no es mi modo. Hágame el favor de detenerse o habrá consecuencias que después se lamentará. Me está privando de mi libertad. Es un secuestro.
Con la mirada llena de malicia y una expresión que trasuntaba terror, el conductor lo miró de reojo, sonrió como si disfrutara la desazón del señor Bongiorno y arrugando su nariz, le dijo: 
—¿Usted someramente cree que le tengo miedo? No me haga reír, jajá, no sea tan estúpido, permítase mínimamente un café o lo lamentará porque no se imagina con quién está hablando, señor escritor sabelotodo. 
Bongiorno lo sujetó del cuello y comenzó a zamarrearlo. No obstante, el automóvil seguía en movimiento. Luego de golpearlo reiteradas veces con el puño y que la cabeza del conductor rompiera el cristal de la ventanilla, sujetó la palanca de cambio dejándola en punto muerto. El Peugeot 504 chocó despacio contra un árbol y ambos hombres quedaron tiesos por el estupor causado por el pequeño accidente. Bongiorno a duras penas abrió la puerta, se bajó y comenzó a caminar. Estaba obscuro, persistía insistentemente la lluvia, la visibilidad era precaria. Sintió incertidumbre, puesto que estaba mareado y había de perder el sentido de la orientación. La calle prácticamente se había transformado en barro, y debido al temporal, parecía estar desierta. El señor menudo de la fila tres, con la frente ensangrentada, también pudo bajarse. Apuntándole con un arma, le gritó:
—¿A dónde cree que va, imbécil? Mire lo que ha hecho, pero mire lo que ha hecho, carajo. Parecía todo un intelectual dando cátedra en su conferencia. No debió ser así, ha demostrado ser un hombre muy primitivo. Usted actúa como la mayoría de las personas, no pudo controlar sus impulsos, es un hipócrita.
Bongiorno alcanzó a ver el arma, posteriormente, asustado lo miró a los ojos, le respondió:
—A mi casa, ¿a dónde más querría ir? Ya le dije que mi mujer me está esperando. ¿Acaso me va a disparar? ¿Qué quiere que haga que me quede con usted?
—Bueno, eso depende de usted. Lo he invitado a tomar un café y usted paga de esa manera. Además mi coche nos trajo a pesar de ser viejo. No lo veo agradecido por haberlo traído. Mi auto es fiel, siempre lo fue. Usted todavía no le pidió disculpas. Con el impacto estropeó su trompa. Estoy empapado en sangre. ¿Qué ocurrió con sus frenos inhibitorios, señor Bongiorno? Parece que no funcionaron esta vez. ¿Me va a hablar de la dualidad de las personas? Pulsión de vida, pulsión de muerte, o pulsión de matar que es lo que verdaderamente siento en este momento.  
—Sepa entender que cualquier persona bajo estas presiones intimidatorias pueden reaccionar indistintamente. Hay quienes no reaccionan por temerosos y hay quienes sí lo hacen tal vez por desesperación. Usted me está coaccionando para que yo haga lo que usted quiera. Eso no es normal. Con respecto a su automóvil, no se haga problema, le pagaré los gastos. No se preocupe por eso, son hierros y eso tiene arreglo. 
—Guárdese su dinero, no me importa su maldito dinero. Ustedes los ricos creen que todo se arregla con dinero. Estoy afectado moralmente por su mala predisposición y sus malos modales. Ahora camine por donde está ese sendero. Esa es mi casa. No haga ningún movimiento en falso porque le voy a disparar. Siento muchas voces que me dicen que le dispare. Estoy luchando para reprimir a estos tipos que tengo metidos en mi cabeza que me imploran para que le dispare.
Bongiorno lo escuchó con incredulidad, le dijo:
—Usted está bastante desequilibrado. ¿Me está secuestrando y me dice que está afectado moralmente? Estoy privado de mi libertad, ¿pero en qué mundo vivimos, por Dios?  ¿Usted habla de malos modales? Pero no sea ridículo, deje de apuntarme, estoy desarmado, no sé por qué se comporta de esta manera. ¿Acaso no pensó que soy un hombre público, cree que nadie me vio subir a su automóvil? ¿No recuerda que mientras duró la presentación de mi novela usted estuvo por demás agresivo? La gente no se olvida de estas cosas y mucho menos si desaparezco bajo estas circunstancias.  
El señor menudo de la fila tres se rió con total desparpajo.
—No sea imbécil, camine hacia el interior de mi casa o lo lamentará en serio— dijo, a tal punto, que acercándose con violencia le apoyó el caño sobre la garganta como si estuviera próximo a dispararle—. Le advierto que no vuelva a tratarme de desequilibrado porque será mucho peor de lo que usted piensa. Entrégueme su teléfono celular. Además, no se crea tan importante, ¿o cree que la gente no tiene nada que hacer para estar pendiente de su vida? Jajá, me hace reír, hombre público, ¿importante?, se le subió el ego bastante arriba.
Bongiorno caminó lentamente, atravesó la primera entrada de reja, y cuando estuvo por trasvasar la puerta del ingreso principal, sintió un culatazo en la nuca que lo desbarató al piso del comedor. Cuando despertó, ignoraba cuantos minutos había permanecido tendido. Se tocó la cabeza sangrante y al querer incorporarse, sintió debilidad en sus piernas seguido de un intenso dolor en la nuca y en el cuello. Oyó que el televisor estaba encendido con el volumen demasiado alto. Aunque ya de antemano había percibido señales de estar con un tipo peligroso, nunca se imaginó que estaría con uno tan loco y dispuesto a tanto. Se preguntó si estaría viviendo una pesadilla. Lo deseó profundamente. Tanto, que cerró los ojos como si se negara a ver el lugar donde estaba tirado, con su cabeza que sangraba y a la espera inusitada de otra reacción violenta; probablemente la de un psicópata, o al menos la de un perverso resentido que no entendió cómo es la vida, sus reglas, y quiere desquitarse de sus frustraciones con el primer tonto que encuentra. Pero la realidad era otra y lo hacía sentir un verdadero tarado. Mirando de reojo hacia el largo pasillo que direccionaba hacia las habitaciones, vio una gran biblioteca atiborrada de libros. El tipo era un pobre infeliz; pero sí caía de maduro y no hacía falta ser muy lúcido para darse cuenta- aunque considerando al menos que en el trayecto de Córdoba hasta Villa Rivera Indarte- había demostrado ser un hombre culto, criterioso, con cierto mundo por haber vivido en Europa pos guerra en plena juventud de los años cincuenta. Sin lugar a dudas, algo había ocurrido para convertirse en un hombre tan malvado. Vio una vieja máquina de coser desarmada como si estuviera esperando ser reparada, una caja de herramientas sobre la mesa del comedor; sobre la mesada de la cocina, vio el arbolito de navidad plegado para ser guardado. Vio la casa inmunda, abandonada, con la pintura añeja de las paredes descascarándose. Vio el retrato de Jean Paul Sartre con su pipa que lo caracterizaba. Vio desorden por doquier y sintió olores nauseabundos. También, pudo ver cucarachas caminando sobre el piso donde él mismo estaba tirado. Sintió repugnancia, impotencia. Parecía estar experimentando una pesadilla y tuvo la sensación de que duraría un tiempo prolongado. Pensó que estas sórdidas experiencias sólo sucedían en las películas norteamericanas. Nunca se imaginó que podría sucederle a él.  Bongiorno recordaba que en la presentación de su novela, este hombre se había de manifestar bastante ofuscado cuando se refirió a los objetivos no alcanzados, a la frustración, a la baja autoestima. Como si el único cristal por el cual pudiera ver o percibir el mundo, fuera grisáceo, borroso, decadente; vacío de sentido y de una esperanza casi desvanecida. Había trabajado con pacientes de similares características, pero esta era la primera vez que le tocaba un personaje tan controvertido y delirante por momentos. Lo vio bajar el volumen del televisor y posteriormente sacar una cubitera de hielo, envolverlo con una bolsa de plástico y dirigirse hacia él. Le entregó la bolsa para desinflamar la hinchazón de su cabeza. Le propuso:
—Póngasela, le hará bien si la sostiene un buen rato. ¿Ve que no soy tan mal tipo como debe creer? Bueno, fue un golpe nada más por ahora, después de todo, fue usted quien me golpeó primero. Estuve pensando en la dualidad. La verdad es que siento muchísimas ganas de matarlo, pero ahora me da pena al verlo así. De ahora en adelante, no sé cómo voy a reaccionar. Usted habló mucho en su conferencia hace unas horas y me quedé impresionado sobre lo que piensa al respecto. Estoy más que seguro que aunque usted no lo admita, ya me debe haber calificado como a un loco. Es lo que hacen los terapeutas, no voy a juzgarlo por eso. 
Tocándose la cabeza Bongiorno preguntó:        
 —¿No está su esposa? ¿Qué diría si me ve así? 
—Ella está muerta. Se quiso ir y murió. La vida es una rueda, quien piensa traicionarme, termina muerto, definitivamente muerto. Si quiere verla, tengo sus cenizas en aquella urna que está justamente en la repisa donde reposa su fotografía. Era muy hermosa de joven, pero no solo la elegí por una mera atracción física. Su inteligencia me deslumbraba. Cuando hablaba, avasallaba con su porte intelectual sumado a su gran belleza. 
Bongiorno sintió un escalofrío. Tomó conciencia de que este hombrecillo  la había asesinado por haberlo abandonado. ¿Pero cómo había sido tan imbécil en aceptarle subir a su automóvil? ¿Dónde quedó mi cerebro o mi sentido común para ser tan estúpidamente confiado? Lo miró fijo a los ojos con cierto temor, le dijo:
—Lo siento mucho, debe haber sido doloroso para usted. Son situaciones bastante terribles de atravesar. Las personas que hemos perdido a un ser querido podemos entenderlo porque se transforma en un duelo eterno. Nunca se olvida.   
El hombre menudo de la fila tres sonrió con cinismo.
—Usted siente mucho miedo. Jajá. Lo estoy oliendo. Me teme mucho, y no lo lamente tanto, ya que yo no siento nada por esa mujer. Deje de fingir para salvarse, y no me tome por estúpido, si ya sabe perfectamente lo que sucedió con ella. Me traicionó y así le fue. Ahora levántese con mucho cuidado. Detesto a las personas débiles. A los errores hay que pagarlos en vida. Ella lo pagó y de qué manera, perra hija de puta. La amé con locura, le di todo lo que una mujer merece. Fue ingrata. Ojalá se pudra en el infierno. Vaya al baño a lavarse la sangre, me está manchando todo el piso. Después, siéntese en esta silla. Yo limpiaré la sangre.  
Si había confesado el crimen, infirió Bongiorno mientras se lavaba la cabeza, estaba seguro que iba a matarlo también. Era claro y cantado. Miró hacia la banderola del baño, pero al observarla, vio que el tamaño era muy pequeño para pasar su cuerpo, así que lo desechó por completo. ¿Si era cierto que había asesinado a su mujer, por qué estaba libre? ¿Cómo se habría justificado ante la policía para salir tan bien parado?  ¿Usar la inteligencia?, pensó Bongiorno, no le aseguraba el éxito. Percibía de este hombrecillo rasgos paranoides, trastornos psicopáticos, delirios de grandeza, elementos esquizofrénicos, pero más allá de sus miserias, le parecía que era un tipo bastante inteligente que no podía manejar sus emociones al frustrarse. Si la estrategia de Bongiorno al salir del baño era la de tratarlo como un paciente, sería contraproducente, ya que no lo consideraba un idiota y sería subestimarlo si lo intentase. De repente escuchó que se aproximaba y le gritaba:
—¿Va a quedarse a vivir allí? Tome alcohol y unas gasas. Le traeré una venda por si sigue chorreando. Vamos, cúrese de una vez por todas. Me molesta la sangre. No lo hago de bueno, y le aclaro que no siento culpa. Solo usted tiene culpa de lo ocurrido. Prepararé café como le había anticipado. Pensar que hace apenas unas horas se lo podía ver hablando como todo un catedrático. Si su público lo viera así lastimoso, su imagen se vendría abajo, señor Bongiorno.
—¿Usted parece feliz de verme así, o me equivoco?
—Claro que me pone feliz. Muy feliz. ¿Creyó que escaparía por esa miserable ventanita del baño? Con semejante cuerpo es prácticamente imposible. Ya intentó escapar golpeándome la cabeza contra el vidrio. Me podría haber matado seguramente. Entre usted y yo no hay mucha diferencia. Ambos somos propensos al asesinato. Pero no soy un improvisado, tengo todo pensado. Si planea huir, le dispararé sin lugar a dudas. Está lloviendo, aquí estamos en el campo. Las casas están construidas sobre terrenos muy grandes. ¿Cree que alguien podría escuchar lo que ocurre dentro de esta casa?
Bongiorno bajó lentamente la mirada hacia el piso. 
—Qué lamentable es oír que experimente esa emoción. Si estoy así, no es porque yo lo quiera. Estoy bajo su sometimiento. No elegí venir a la casa de un hombre que me hace entrar a punta de pistola y me golpea en la nuca. Estoy en total estado de indefensión, señor. Por lo que veo, no tengo opciones a través del dialogo.
—¿Y cómo cree que va a salir de este embrollo? No la tiene nada fácil. No quisiera estar en su pellejo. Usted se la buscó rechazándome por la manera asquerosamente despectiva que lo hizo. Mínimamente un café, le propuse. Quería hablar con un colega sobre literatura, sobre la vida y usted me trató como basura negándose a mi invitación.  
—¿Qué quiere que le diga? Es difícil poder responderle con objetividad cuando no deja de apuntarme con su pistola. No sé, usted tiene ese poder. ¿O acaso tiene planificado matarme? Con violencia no vamos a ninguna parte, sin embargo, veo que se maneja de esa manera, con esos códigos de rufián. Creo en Dios, la verdad es que no me importa lo que usted haga conmigo. No me voy a violentar ni mucho menos. Usted es un cobarde porque sólo me puede manejar apuntándome con su pistola.
El hombrecillo enardecido le grito:
—Cállese la boca o le volaré los sesos. No está en condiciones de decir nada. ¿No ve que le estoy apuntando con mi arma? —y corriendo su brazo, disparó su Bersa nueve milímetros cinco veces consecutivas hacia las distintas paredes del comedor. Una de las balas impactó en la cafetera que chillaba porque hervía hasta más no poder. Las balas rebotaban, sin embargo, ninguna alcanzó a impactar sobre sus cuerpos. Fue un milagro que no ocurriera una tragedia. 
Bongiorno comenzó a temblequear. Estaba bastante nervioso y asustado. Pensó que estaba llegando al final de su vida. No obstante, se atrevió a preguntarle:
—¿Pero qué está haciendo, se volvió loco? Podríamos haber muerto, no entiendo su actitud de disparar. Bueno, ya estoy jugado para lo que venga. Haga lo que quiera, ¿o piensa que le voy a suplicar? Ya me imagino cómo terminará esto. Me matará y después se suicidará pero no por sentir culpa, ya que usted nunca sintió culpa, sino que más bien para que no se olviden quien mató a Luca Bongiorno. Usted está lucubrando esa idea, no valora su vida, menos va a valorar la mía ni la de nadie. Está buceando en el lado obscuro de sus entrañas. 
El hombrecillo lo miró con una sonrisa.  
—No me haga reír. Tiene miedo, mucho miedo.  Parece que se siente muy importante, que al mundo lo tiene a sus pies, ahora dígame, ¿cómo hará su Dios para salvarlo? ¿Dónde está, usted puede verlo? Yo no podría ni que quisiese. No entiendo cómo un intelectual como usted cree que Dios lo salvará. Nadie nos salva, no sea idiota.
Bongiorno meneó su cabeza con desaprobación. 
—No podría entenderlo. No vamos a perder el tiempo hablando de mi fe. Usted está muy lejos de eso. Ahora, le pregunto algo, y ya que va a matarme, creo que tengo ese derecho. Si quiere me puede responder. 
—¿Qué quiere preguntar, señor Bongiorno? ¿Acaso cree que sus preguntas lo van a salvar? No trate de psicoanalizarme porque será peor. 
 —No necesariamente, pero al menos quisiera saber más quién es mi asesino.  ¿Su madre abandonó a su padre? Él la maltrataba seguramente. Por si acaso, ¿su padre era alcohólico? Sabe una cosa, después que ella lo dejó, creo que su padre se desquitó con usted maltratándolo, golpeándolo, haciéndolo sentir un verdadero miserable. Tiene toda la estructura de una persona maltratada. Ha intentado triunfar como escritor y no pudo lograrlo. Ha fracasado en su matrimonio, y cuando su esposa intentó huir, usted la mató. Y de esta manera también se vengó de su madre por haberlo abandonado a usted y convertirlo en víctima de su padre. Ahora entiendo claramente su condición de misógino. 
—¿Y a usted qué le importa? Es exitoso, reconocido, ha triunfado como pocos. Sólo le importa su fama, su orgullo, su prestigio. No me sermonee más, no va a ganar nada con su actitud de perseguirme hasta llegar a lo más profundo de mi ser. Todos tenemos miserias, ¿o usted cree que no las tiene? ¿Dígame cómo ha hecho para llegar a la cima de su carrera? ¿Por favor, antes de matarlo, dígame cuál es su secreto?
Bongiorno lo miró sorprendido.
—Es una pena, es usted una persona inteligente e instruida. Podría haber sido un escritor brillante si realmente lo hubiese querido. No lo logró porque emocionalmente está colapsado.  ¿Quiere que le diga cómo hice ?... Me llevó toda mi vida con muchísimos esfuerzos y frustraciones que tuve que enfrentar. ¿O usted cree que fue fácil? ¿Sabe los libros que quemé porque me parecieron desastrosos? ¿Piensa que no me he frustrado al prenderles fuego? Nadie nos regala nada. Todo depende de nosotros mismos. Es cuestión de creer que podemos lograrlo. Aun así, es muy difícil señor.
El hombrecillo lo miró incrédulo y le apuntó con la Bersa en un ojo. Su expresión era temeraria. Gritó con más furia:
—No me está diciendo la verdad. Me está ocultando algo. Puede que tenga razón en algunas cosas, pero sinceramente me cuesta creerle. Debe haber alguno secretitos que seguramente los escritores se guardan por su maldito egoísmo.
—Claro, como le costó creerle a su mujer, por eso la mató. No la escuchó, sólo se cerró en sus propias lucubraciones porque su narcisismo no le permitió ver la realidad. Es usted una persona difícil. Armó un artilugio convincente por la muerte de su esposa que la policía estúpidamente creyó. Se siente débil, señor, por eso comete tantos errores que en algún momento deberá pagar. ¿Cómo triunfar como escritor? No lo sé. Nadie me ayudó. Tal vez la suerte estuvo de mi lado. Pero ya lo expliqué en el salón de la Biblioteca cuando me referí a los posibles escritores, cómo llegar a ser bueno en esto, sin embargo, el éxito es un misterio que llega cuando tiene que llegar.
El hombrecillo quedó meditabundo, como si estuviera perdido en otro universo, pero no obstante, sujetaba con fuerza su pistola. Miró el piso unos instantes, luego levantó la mirada y respondió:
—Me está analizando, señor Bongiorno. Le anticipé que no lo hiciera. No necesito de su estúpida terapia, aunque le confieso que ha dado en la tecla. Bueno, dadas las circunstancias, me siento persuadido a confesarle ciertas infidencias. Usted quiere saber cómo se originaron los hechos, cual fue la causante del móvil del crimen, si es que hubo algún móvil porque aún es relativamente confuso. Le sintetizaré la verdad.  Mi mujer estaba atravesando por un cuadro depresivo en sus últimos años. Estaba bajo tratamiento psiquiátrico. Había tenido dos intentos de suicidio con barbitúricos. Yo la salvé llevándola al hospital para un lavaje de estómago. La segunda vez la vi tan mal, que tuve que llamar a un servicio de emergencias porque yo sentía que no tenía fuerzas para levantarla y llevarla al hospital. Nadie lo valoró, ni siquiera sus propias hermanas. Cuando se repuso me manifestó sus intenciones de separarnos.
—¿Usted qué hizo, cuál fue su primera reacción? 
—Le supliqué que no me abandonara, pero fue inútil. Discutimos durante largas horas, pero no hubo caso. Sentí que me volvía loco si me abandonaba. Volvió a tener otro intento de suicidio tomando sus píldoras, pero esta vez no hice absolutamente nada. Estaba tan desganado, tan desesperanzado, que la dejé librada al azar. Aguardé unas horas. Llamé a un servicio de emergencias a sabiendas que era tarde; intentaron salvarla. Pero no lo lograron. Llegó la policía, observaron el caso, me hicieron muchísimas preguntas. Los antecedentes de sus anteriores intentos de quitarse la vida despejaron todas las dudas. De todas formas, sus hermanas me endilgaron la culpa a mí. Me reprocharon que yo la indujera a suicidarse.
Bongiorno lo miró con una expresión de consuelo.
—Es muy lamentable lo que ocurrió. No quisiera juzgarlo, pero digamos que usted asistió a un suicidio. Usted, podría entenderse que estaba bajo el estado emocional de un hombre desquiciado. Podría haber llamado a un servicio de emergencias, pero por su estado, su condición de obnubilada desesperanza no pudo reaccionar. No lo justifico, pero humanamente lo entiendo. Sin embargo, le recuerdo que las personas no son objetos de nadie. El abandono a veces nos quita las ganas de vivir. Lo comprendo, pero no fue buena su actitud. Si bien ella tomó la decisión, usted no hizo nada para salvarla. 
 El hombrecillo lo miró con indignación y pegó un fuerte golpe sobre la mesa.
—Dijo que no quería juzgarme, pero hace todo lo contrario. Ahora que le di mi confesión, no creerá que lo dejaré con vida. No, no, sería una tontería confiar en usted. Si lo dejo ir, usted irá derechito a la policía y contará lo ocurrido. Fue muy estúpido de su parte subir a mi automóvil, considerando su inteligencia aguda y su terrible percepción; la verdad es que me asombra. Su curiosidad por saber cómo murió mi esposa lo condena a morir.
Bongiorno se encogió de hombros.
—Que va a matarme, no cabe ninguna duda. Lo viene repitiendo hace rato. Bueno, a veces la razón le da injerencia a una duda razonable. Sucede que la insensatez y la traición están más cerca de lo que suponemos. Ahora, ¿quiere que lo felicite por haber dejado morir a su esposa? La respuesta es no. Soy un septuagenario tonto, en eso tiene razón, y usted un homicida. Estuvo muy agresivo en la presentación de la novela. Allí mostró sus garras. Cuando salí a la calle para tomar un taxi, creo que no hace falta que le diga sobre cómo estaba el clima, me imagino. Pero, en fin, cuando lo vi sentado en su automóvil, sabía que usted se tenía algo guardado y se aprovechó de las circunstancias para persuadirme, no obstante, nunca imaginé que culminaría de este modo. De todas maneras, no sé a ciencia cierta por qué me quiere matar.
El hombrecillo miraba hacia un punto imaginario. Posteriormente arrugó su ceño y respondió:
 —El mundo está representado por signos. De esta manera, no es mi intención desdeñar al hombre y sus propósitos. Su tan ansiada búsqueda existencial sobre el sentido de su participación para aguardar conscientemente su muerte, no es para nada alentador por más creencia religiosa que sopese su espíritu o su fe.
—¿Qué quiere decir específicamente cuando se refiere a signos?
—Usted escribió su última novela pensando en mí, se inspiró arbitrariamente en mi desgracia, en mis frustraciones, en la muerte de mi esposa. Es muy astuto, señor Bongiorno, pero a mí no se me pasa nada. Hay mucha simbología en sus obras. Las he leído a todas y admito que es usted un muy buen escritor. En parte son autorreferenciales y en parte transfiere su propia obscuridad para que cualquier ingenuo que caiga en sus garras, se convierta en su presa y usted genere una historia interesante. Pero en este caso, lamentablemente me tocó a mí.
Bongiorno quedó más que pasmado, como si le hubieran echado un balde de agua fría. Ante semejante hipótesis retorcida no supo qué responder. Lo miró con asombro y cierta resignación; acaso el hombrecillo revoloteaba sus ojos aguardando una respuesta. El escritor luego de tomarse unos instantes de abominable incertidumbre, le preguntó:
—¿Usted me está hablando en serio? No entiendo nada. Es muy absurdo lo que sugiere.
—Claro que le hablo en serio. ¿No recuerda cuando dijo que todos estamos conectados a todo y a un todo? Son sus palabras, de hecho las dijo unas pocas horas antes en la Biblioteca cuando presentaba su libro. O le falla la memoria o está loco, señor. Las personas que nos cruzamos a diario que no conocemos, pero que al observarlas a los ojos, una voz interior nos avisa que hemos estado con ellas en otras dimensiones, en existencias remotas. Aunque parezca descabellado, pienso desde mi punto de vista que es subjetivo, que en efecto es porque estamos conectados y nuestra mente racionalista se niega a entenderlo por temor a perder el juicio. ¿Qué me va a decir ahora?
—Me referí al inconsciente y a los arquetipos. Es cierto, yo presumiblemente afirmo esto aunque suene una locura, que todos estamos conectados por vibraciones de los antepasados. Ahora que yo haya tomado elementos de su vida para escribir una novela es descabellado. Es un insulto a mi inteligencia. Sería descalificar mi capacidad creativa, mi esfuerzo, mis pasiones. Si usted se identificó con alguna de mis novelas, le juro que lo siento mucho. Su imaginación no tiene límites si en verdad cree que esto es posible. Estoy muy cansado y me quiero ir. Déjeme ir, o dispare si usted le parece justo. Le recuerdo que aunque no sienta culpa, el inconsciente no perdona. Devuélvame mi celular – y se incorporó para marcharse.
El hombrecillo lo miró furioso, gritó:
—Ya le advertí que no está en condiciones de hacer nada que yo no quiera. Siéntese o lo lamentará. ¿Cree que no soy capaz de dispararle? A ver, ¿quiere ponerme a prueba?
—De usted puedo creer cualquier cosa. Pero sólo un cobarde como usted dispararía por la espalda. Me fastidió bastante, ¿no le parece? No le diré nada a la policía, si es lo que le preocupa. Tampoco me importaría. Su mujer no va a regresar. Usted está totalmente loco, debería tratarse, debería saber escuchar y no encerrarse en sus lucubraciones nefastas. Estoy cansado de tratar con manipuladores, mi primera mujer lo fue conmigo y me aparté de ella. Si hay algo que amo en esta vida es la libertad. No quiero estar ni un segundo más aquí bajo su control. Trate de ser una buena persona, es el valor más importante. Trate de creer en usted, siga escribiendo, inténtelo, tal vez lo logre. O bueno, haga lo que se le venga a sus ganas. Adiós, señor.
Bongiorno abrió la puerta, salió caminando a pesar de que el hombrecillo podría matarlo; de hecho, seguía apuntándolo. Todavía persistía una incipiente llovizna. Se había hecho muy tarde y la calle, convertida en lodazal, le impedía caminar con prisa. Cuando había hecho unos cincuenta metros, sintió la detonación de un disparo. Se detuvo, giró sobre sí,  palpó su cuerpo para verificar si la bala le había impactado, entonces cayó en la cuenta de que el hombrecillo acababa de suicidarse. Se lamentó, pensó en llamar a un servicio de emergencias, pero dedujo que ya era tarde para salvarlo. Mientras caminaba, la lluvia caía sobre su rostro, entonces se sintió un hombre libre.
 FIN 
 


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Cuento # 3

RECORDANDO A SOFIA PEARSO

Las hojas amarillentas, apaciblemente muertas, daban cuenta que el otoño, no era solo una percepción fantasmal que se anteponía ante mis ojos. El viento soplaba suave, como insinuando melancólicamente que el verano había de extinguirse, dejando paso a la transición propia de la naturaleza. Entre el gentío estudiantil, una mujer aparecía inusitadamente en mi vida. Alguien-por supuesto que nunca olvidaré-dejó una huella imborrable. Tanto es así, que en las noches de mis más mórbidas y angustiosas soledades, tengo una sensación de muerte que comienza en mis entrañas, para luego apoderarse por completo de mi corazón. No sé cómo describirla, pero había algo muy significativo en su mirada: introspectiva, inteligente, fascinante, algo familiar podría ser; o quizá, como si la conociera de tiempos locamente remotos. Tenía el cabello cobrizo, desordenado, el rostro anguloso, sus ojos eran intensamente azules, y la piel, muy blanca, cubierta por unas pecas que se acumulaban en las aletas de la nariz. El cuerpo bastante delgado y cierta brusquedad al mover sus brazos, la hacía un tanto torpe por momentos, ya que por lo general, contrastaba con el aire entre intelectual y aristocrático que emanaba de su ser. Yo la había visto unas cuantas veces en la cantina de la facultad. Básteme recordarla, pues, estaba como encantado con solo observarla. Tenía un ángel de sensualidad a flor de piel, y algo curiosamente atractivo cuando se la veía repasando sus apuntes. Como si se apartara del mundo y quedara consustanciada en la lectura. Tanto, que a veces parecía una muñeca de cera atrapada en vaya a saber en qué universos maravillosos viajaría su mente. Era tan hermosa, que con sola verla, mi corazón latía con una intermitencia feroz. Intenté llamarle la atención, con gestos inexorablemente imbéciles, como de súbito tomar mis cuadernos, fingir estar apurado, y al pagar mi consumición, salir corriendo por el campus de la universidad. Otras veces, me sentaba cerca, dándole la espalda, pero viendo su silueta reflejada en el gran ventanal que daba a uno de los pabellones. Pero ella se mantenía reticente a cualquier posibilidad de contacto, aunque era obvio que estaba percatada de mis intenciones. Mi timidez, tampoco contribuía para un acercamiento certero. Por supuesto que no era un chica antisocial, ya que con su grupo de amigos o de estudio, se reía con total desparpajo, situación que me ofuscaba hasta la irritación. En ciertas ocasiones, la aguardaba en la fotocopiadora del pabellón de filosofía, ya que estábamos cursando juntos el primer año, y no había razones para quedar estigmatizado como un imbécil, ya que el sitio, era un lugar que formaba parte de nuestra rutina y era cosa harto sabida que necesitábamos de sus servicios. Otras tantas, en la biblioteca, pero lo más común, era vernos en la cantina. En una oportunidad en que tomé coraje porque se me cruzó pedirle prestado un apunte y me dirigí a donde estaba sentada, un idiota se adelantó y se sentó en su mesa. Sentí una bulla de risas insoportables de algunos inadaptados que festejaban mi infortunio, y ante el bochorno, salí disparado hacia el exterior por la agitación desmesurada por lo ocurrido. Ella salió tras de mí, me sujetó fuertemente de los hombros, y cuando pude recobrarme, aproximó su boca hasta mis labios. Fue el beso más apasionado y fecundo que jamás había experimentado en mi existencia. Luego me miró fijo a mis ojos y se marchó de regreso hacia la cantina. Quedé estupefacto mirándola caminar después de lo que acababa de suceder. Me sentí el tipo más afortunado del planeta. Esa noche no pude dormir, puesto que la felicidad estaba instalada sobre mi vida. No podía creer que fuera cierto. Salía al jardín para fumar, ya que a mis padres les molestaban ciertos hábitos, y volvía a repetirme que no era cierto, que quizá había sido una alucinación demasiado hermosa para mí, para éste ser tímido y poco atractivo para las mujeres. Al día siguiente fui a la facultad. Estaba tan feliz, tan ansioso, que me apresuré para encontrarme con ella. Me fijé en la cantina, no estaba. La busqué dentro de la facultad, pero tampoco pude ubicarla. Le pregunté a algunos compañeros en común por si la habían visto, lo que en respuesta fue un no sé nada. Regresé a la cantina algo preocupado, me senté un rato para así esperarla, hasta que tuve que entrar a clase. Cuando el profesor dio por finalizada su hora de trabajo, estuve deambulando en distintos pabellones hasta que me decidí hablar con la secretaria de la cátedra. Me dijo que no había concurrido a clase y que no insistiera, que no me daría la dirección. Si bien era posible que estuviera enferma, o que atravesara un problema familiar, la angustia se iba escurriendo por entre mis vísceras, como si una voz interior me anunciara un mal presagio. Me fui muy triste caminando hacia la parada del colectivo. Allí encontré a algunos chicos que también eran compañeros de Sofía y sentí una esperanza casi ridícula al preguntarle por ella. Nadie la había visto. Regresé a mi casa desganado por completo, y cuando mi madre sirvió la comida, le dije que no sentía apetito. Sentí un estremecimiento total al pensar que ésta chica no querría verme. Al día siguiente fui a la facultad, me dirigí hacia la cantina. El empleado me miró con consternación, me palmeó la espalda, y sin vacilar un instante, me anunció que la inglesita simpática, como solían llamarla, se había suicidado. Lo miré espantado ante semejante noticia, pero con el repasador en la mano frotando una vaso me dijo que era la pura verdad, que un profesor se lo había contado a otro mientras tomaban un café y él había escuchado a hurtadillas porque desde del decanato no querían que se supiese la noticia. Luego soltó el repasador con brusquedad y levantando el tono de voz, me dijo que no la buscara más, que comprendiera la realidad, que asumiera que la única verdad plausible es la muerte, que todos vamos para el mismo lugar cuando llega el momento. Sentí muchas ganas de trompearlo, sin embargo pude reprimir mis instintos furibundos. Con el rostro desarticulado, pensé, pero si a ella no le había llegado el momento como dijo el cantinero, en todo caso, Sofía había desafiado su destino con semejante decisión de quitarse la vida. Me acaricie mis labios, como si pudiera retrotraer hermosamente aquél beso de Sofía y no pude despegar mis dedos temblorosos por unos instantes. Pálido, con la respiración entrecortada por una taquicardia insufrible, salí caminando muy despacio. Entonces era un joven estudiante, pero me sentí un pobre anciano desgarrado y decrepito. Todavía no entiendo como pude mantenerme en pie. A los lejos se oyó el canto de un pájaro como si me anunciara una revelación o tal vez una despedida. Lo interpreté así desde lo simbólico, aunque muy para mis adentros, un soplido esotérico se cruzó por mis entrañas. Al día siguiente el sol salió para todos iguales. Como si a nadie le importara demasiado mi tristeza. Entonces inferí que la vida es una serie de incidentes inconclusos, de instantes fascinantes, de fracciones de segundos que nos pueden llevar hasta la cima de una montaña, para luego ver cómo inusitadamente todo se desmorona con la vertiginosidad de un rayo que lo destruye todo. No existe la seguridad. Vivimos en un mundo más o menos coherente, con horarios, compromisos, objetivos que nos mantienen vivos, pero azarosamente vulnerables. Es muy difícil definir qué es la vida, aunque casi siempre llegue a esta conclusión. Han pasado veinte años de aquel horrible acontecimiento. Soy profesor adjunto en una cátedra de filosofía. Cuando termino de dar una clase y me dirijo hacia el playón de estacionamiento, voy recordando a Sofía Pearson, y no siempre, pero sí algunas veces, me parece verla leyendo sentada sobre uno de esos bancos de la universidad donde se podía verla repasando sus apuntes.
FIN       
Gabriel Aziz Loutaif Cuento # 4

SE PRESUME OLVIDADO

Eduardo Cantarell despertó temprano aquella mañana. Al abrir los ojos, vio  que a través de los intersticios de la persiana, las débiles luces que se filtraban rebotando incesantemente contra la pared, eran tan delgadas que estaban a punto de desaparecer, y que su mundo, podía concatenarse en un ámbito de mórbida oscuridad. Sintió incertidumbre por el horario, ya que había dejado de usar el despertador un tiempo después de haberse jubilado como investigador matemático, cuando su existencia se propulsaba entre formulas y algoritmos que su mente brillante, con buen tino, solía descifrar. Sin embargo,  llegó a la conclusión que estaba en su departamento de la calle Charcas de un barrio porteño bastante conocido; pero ahora,  entre los vaivenes imprecisos de su memoria y los recuerdos inconclusos,  no podía tener la certeza a flor de labio. Pero  claro, se dijo a sí mismo,  el sol no daba señales seguras, entonces  infirió que el día aún estaría  nublado, y que al menos no había perdido contacto con el universo. Chasqueó los labios semi dormidos, y sintió ligeramente que su aliento era desagradable. Buscó  a su esposa con la mano desparramándola sobre los cubrecamas; pero tristemente se percató de su ausencia, puesto que tras suspirar,  cayó en la cuenta que se había muerto hacia unos cuantos años. No tenía claro con exactitud el día funesto de la partida, ya que a sus ochenta y nueve, había de perder substancialmente la lucidez, y por momentos, la cordura. La vejez trae sus miserias, pensó, y encima de todo esto, nos acaricia el perfume de la muerte. Extendió su otro brazo con torpeza sobre la parte plana de la mesita de luz y, al querer tantear el pastillero, volcó el tazón de su dentadura postiza. Ante la frustración, permaneció carajeando  e interrumpiendo los gritos con algunos accesos de tos y los nervios del demonio. Posteriormente sacudió su cabeza, al tiempo que se percató que debía tomar su pastilla para la presión y no hacerse tanta mala sangre por un estúpido e insignificante accidente que sucedía casi a diario.
 Su hija Carmen, aparte de llamarlo cada hora por teléfono,  pasaba a controlarlo todos los días; lo mimaba, preparaba el té que bebían juntos y le remarcaba con rigor las medicinas diagnosticadas por el cardiólogo. Le insistía  en que debían contratar a una persona para que lo asistiera, pero la necedad de su padre estaba más que manifiesta; ya que hacía caso omiso, o aducía que mientras él pudiera auto valerse, no necesitaría de ningún asistente. Su hija se encogía de hombros y se aprestaba a prepararle el pastillero, llenaba las bolsas para llevar a lavar la ropa sucia de su padre y se quedaba charlando hasta verlo dormitarse. Luego regaba el rosal, el jazmín, las plantas del balcón y observaba con detenimiento los muebles, la biblioteca atiborrada de libros, las arañas francesas que habían comprado sus padres unas cuantas décadas atrás, el dresoire de mármol ensimismado en ángulo sobre los vidrios biselados y empotrados a la pared del living.
 Enfrentados entre ambas  paredes del comedor, una serie de Soldi realzaba los tres relojes  Antique marrón oscuros que reposaban sobre el bayud; como si cobraran vida ante la genialidad del artista. Cerca del ventanal, más precisamente a unos quince centímetros del dintel,  un retrato de la bella y distinguida Delfina, posando sentada sobre un banco de jardín, con el mentón ensimismado sobre una de sus manos y la mirada pensativa, perdida vaya a saber en qué punto imaginario, denotaba el charme de la época.
 Carmen Cantarell observaba deliciosamente con un atisbo de nostalgia, como si toda su vida pasara en una película en blanco y negro; y al finalizar, se movilizaran sentimientos, momentos inolvidables, recuerdos hermosos que quedarían atesorados en su corazón.
 Todo el ámbito estaba preservado hasta la pulcritud última que había establecido la autoridad de su madre antes de morir; como si estuviera presente de manera fantasmagórica, dando directivas domésticas, o haciendo prevalecer su memoria en cada resquicio de la casa. Su hija  tenía llaves del departamento y le había encomendado a la esposa del portero del edificio la limpieza y algunas recomendaciones  para que  controlara al anciano. No obstante, nunca se quedaba tranquila, ya que al ascender a su automóvil para marcharse, se abrumaba pensando que si su padre saliera a la calle lo podría atropellar un auto; entonces se echaba en llanto sin consuelo, como si persistiera la culpa, cada vez más potenciada, cuando se aproximaba la hora nefasta de tener que abandonarlo. 
De un momento a otro Carmen llegaría para llevarlo de viaje; instancia que su padre se habría olvidado y no tenía la más remota idea de que ese día y los posteriores estaría fuera de su casa. 
Unas semanas atrás, el señor Cantarell adentrado en un notorio  estado de melancolía, le había pedido a su hija que lo llevara a Montevideo a reencontrarse con los recuerdos amontonados de más de medio lustro, como si el tiempo crudo e impiadoso no hubiera podido atenuar. Se incorporó con lentitud, buscó con sus pies las pantuflas que reposaban sobre la alfombra hasta que pudo calzarse. Tomó envión con cierto optimismo, pues su vida, no había sido una mala experiencia, si lo razonaba con holgada sensatez. 
Había conocido a Delfina en una de sus disertaciones que estaba dando en Montevideo. Ella quedó tan deslumbrada al verlo denodadamente  eficaz dando el discurso, que al finalizar la conferencia se acercó para hacerle un reportaje.  Considerando su prestigio científico y analizando las circunstancias en las que se veía comprometido, no se despojó de su porte académico con la inmediatez que ella hubiera esperado.  Pero la atracción fue tan intensa, que gradualmente, mientras  el pabellón universitario fue quedando vacío, Eduardo Cantarell hizo ostensible su humanidad prestándole una atención preferencial a esta muchacha de grandes ojos marrones que con  el tiempo, había de enamorarlo hasta la locura, a pesar de ser un hombre obstinadamente racionalista y con toda una apariencia de  ser  un individuo frío. 
Si bien los siguientes  encuentros fueron de carácter profesional, no tardó mucho tiempo para que ambos se sinceraran respecto de sus sentimientos. Cantarell hacía visitas periódicas a Montevideo; ya fuera por cuestiones relacionadas a sus discursos, afianzando amistades con sus propios  colegas, o simplemente, buscar algo que ya era muy obvio: encontrarse con Delfina.  Ella, por su parte, comenzó a viajar a Buenos Aires a visitarlo, y él, que en un principio se había mostrado reticente a formalizar una pareja, dio indicios más convincentes de querer estar con esta hermosa mujer Uruguaya, que en el fuero íntimo de sus soliloquios, pensaba dejar el país para radicarse definitivamente  en la Argentina para seguirlo hasta vaya a saber qué les tendría reservado el destino. 
Una noche estrellada en la que caminaban tomados de la mano, Delfina se atrevió a preguntarle:
—Eduardo, estoy muy intrigada por saber algo referente a la carrera que escogiste.
Cantarell se encogió de hombros. Dijo: 
—No tengo ningún problema para responder lo que se te ocurra en mente.
—Bueno, no es nada impertinente, creo. Además, hay confianza quisiera pensar. ¿Qué fue lo que te llevó a interesarte tanto por las matemáticas? ¿Hubo alguna influencia familiar, o simplemente descubriste tu carrera por vocación?
Él la miró con una sonrisa y posteriormente cerró sus ojos. Luego levantó la mirada hacia lo infinito del cielo, y respondió:
—No, desde la secundaria me daba cuenta que esto era lo mío. Mis padres me dieron total libertad. Buscaba enfáticamente entender el mundo a través del racionalimo. Creo también, que básicamente buscaba los absolutos. Puedo sonar alocado.  Tampoco quisiera omitir que me intriga mucho entender el verdadero sentido de la existencia. Me fui al plano filosófico, ya sé. Me gusta mucho concentrarme cuando alguien me hace una pregunta. A pesar de esto, me voy por la tangente. A veces me trae problemas, claro.
—Entiendo, sos un pensador que está en su búsqueda existencial, pero me gustaría saber más, por supuesto. Las pasiones son el motor de nuestros propósitos, si no me equivoco.
—Y claro, Delfina,  ¿cómo no va a ser una pasión?; pensá que el origen del universo se puede constatar por las matemáticas, calcular el tiempo, medir la velocidad de la luz. En la física cuántica las mediciones infinitesimales. Está en casi todo, en la música, los sonidos, qué sé yo, podríamos estar hablando una eternidad sobre las ciencias frías. De todos modos, no se pueden desentrañar los problemas filosóficos que atañen al hombre y sus innumerables incertidumbres.
Ella lo miró con ostensible expectación. Le dijo.
—Es la inteligencia llevada al grado máximo de elevación. ¿Se podrá entender todo a través de las matemáticas? ¿O estoy preguntando un disparate?
Él la miró con un atisbo de sonrisa y sacudió su cabeza.
—No sé si está tan así. Pero puede ser. Quiero pensar que existen otros factores. El aspecto emocional es muy importante. Y tiene que ver con todo.  Creo que la inteligencia entre otras cosas, es la capacidad maravillosa de adaptarse a las circunstancias a pesar de las vicisitudes adversas que se presentan en el día a día, y que desarrollamos con valentía enfrentándonos a esta incógnita temeraria llamada existencia.
Delfina frunció el entrecejo, y arremetió:
—¿Por qué temeraria? 
—Todo tiene un principio y un fin. En algún momento dejaremos de vivir. Sumado a que seres que amamos tal vez deban partir antes que nosotros nos proporciona un desasosiego. Aunque nos aferremos a la idea de que existe un Dios, que trascenderemos a un plano de espiritualidad, aunque tratemos de taparlo con una frazada, la idea de morir inexorablemente nos angustia.
—Bueno, algún sentido tendrá esta vida, quiero pensar. Si hacemos lo que hacemos, y luchamos por un porvenir, creo que la existencia es muy significativa para mí y para muchos.
Cantarell detuvo sus pasos, la miró perplejo sosteniéndola por sobre los hombros, le dijo:
—A veces cuando te observo, veo tanta luz en tu mirada, que llego a la conclusión que todo se podría ir al carajo, y quedarme eternamente atónito en ese brillo especial que seduce hasta los aspectos más significativos de mi alma.
A ella se le escapó una lágrima, entonces él la besó intensamente. 
El corazón de un hombre, había pensado  Cantarell otrora en su juventud, tiene muchos pasadizos inescrutables que no sería suficiente  toda una vida para desentrañarlos y encontrar un sentido significativo.  Es por eso que a veces pienso, infería Cantarell, que la razón tiene tantas razones adversas, que para intentar  equiparar mi juicio, debo abstraerme en mis propias subjetividades, ignorar mi ego, renegar de los estereotipos, zambullirme vertiginosamente entre lo que yo creo que es  el bien y el mal, para luego recobrar con cierto tino mi conciencia. Darme cuenta que apenas soy el resultado de una serie de incidentes fosilizados en una variable sucesión de espejismos. Se sintió un payaso bastante imbécil al pensar que podría estar enamorándose; sin embargo, experimentaba un sentimiento maravilloso en su corazón, como si tuviera la sensación de que algo muy importante estaría  sucediendo. 
Cuando Delfina regresaba al Uruguay  y en  los días posteriores al  que pasaba insoportablemente irascible extrañándola, salía a buscarla en los rincones de algún restaurante que habían concurrido. Se quedaba parado en la puerta del teatro que a ella tanto le gustaba, mirando cada rostro de mujer que tuviese una semejanza.  O a veces con más euforia que racionalidad, estacionaba su automóvil sobre la costanera que está frente a Aeroparque y se quedaba mirando hacia el país oriental, deseando volver a verla, porque aunque le costara reconocerlo a sí mismo, había se sentir que la amaría con toda la fuerza de sus entrañas. Por momentos cerraba los ojos recordando  su sonrisa, sintiendo el ruido brumoso del oleaje frío del Rio de la Plata palpitando en su rostro, como si deseara atraerla para sí. Pero lo hacía con tanto fervor, que hasta las estrellas tintineaban alegres dibujando cometas desde lo alto del cielo; entonces las noches se hacían eternamente mágicas. Le parecía oler la conjunción del perfume con la piel que emanaba de Delfina. Escribía poemas de amor en una libreta de mano que llevaba en la guantera del auto. Se decía a sí mismo, me tengo que apartar un poco de mis obsesiones  científicas y entender de una vez por todas, que mi felicidad será también estar acompañado por ella.
 Recordaba Cantarell que su padre, un buen hombre, honesto y trabajador, empleado del ferrocarril, le decía que a las metas hay que tratar de cumplirlas y llegar lo más lejos que se puede, pero nunca perder la humildad, porque este valor es lo que nos hace grandes de verdad. Otra máxima que repetía siempre su padre y le martillaba en su conciencia, refería que los hombres egoístas no conquistan a la humanidad, si no que a su propio ego. ¿Entonces cómo luchar contra su narcisismo, su arduo empeño como investigador matemático que lo había encumbrado en los prestigiosos cenáculos? Si bien había nacido y crecido jugando a la pelota en la calle como cualquier chico de Almagro, con las características antropológicas, étnicas, raciales y culturales que significan criarse en un barrio, Eduardo Cantarell era el proto porteño intelectual  que no renegaba de sus raíces humildes, de su madre trabajando con su sonrisa tan característica; de lo marcadamente duro, carajo, que era verla a la vieja fregar la ropa a la intemperie muerta de frio, con la pava hirviendo para tomar el mate matutino. Tampoco  del tango que por aquellas épocas se oía a raudales. Pero sí hubo de transformarse con el tiempo, como lo soñó cuando fuera adolescente,  en convertirse en un hombre de mundo, en un personaje famoso en el ámbito de las ciencias exactas, conferencista internacional como pocos. Dominaba el inglés británico casi a la perfección, sumado a haber  tomado cursos de oratoria para reforzar  su prestancia académica.
 El fragor de su infancia retornaba a su mente como en pequeñas intermitencias o pantallazos; a veces más próximos a la realidad  y otras quizá más fantasiosos. Tal vez, infería Canatrell, por el mismo deseo de alterar las secuencias vividas a un estado total de apoteosis. 
De vez en cuando visitaba el barrio, recorría sus calles, se parapetaba en sus plazas. Se detenía largamente a la entrada del colegio donde había cursado sus estudios primarios y secundarios. Al caminar, le llamaba la atención la cantidad de edificios que se habían construido y por ende, deducía las innúmeras casas antiguas que habrían sido demolidas. Es doloroso y quizá vergonzante, analizaba, pero hay que entender que no se puede impedir el progreso, ya que es comprensible que otras personas tengan la posibilidad de poder vivir aquí. Aun así, se podía respirar todavía substancia porteña de Almagro, y esto, le reconfortaba el espíritu. La última vez que visitó su querido barrio, fue a pesar suyo cuando quiso entrar a la casa que fuera de sus padres, donde él había nacido, educado  y que a pesar de haberse ausentado muchas décadas atrás, mantuviera un sentido de pertenencia. 
Llegó a la calle Rocamora y al no encontrar su casa se pegó un chirlito en la frente. Absorto, no podía creer lo que estaba viendo: grúas, palas mecánicas, contenedores, obreros limpiando el terreno para dejarlo presto para comenzar a hacer el pozo y fundar los cimientos para lo que después se convertiría en una torre de departamentos. Pidió permiso para ingresar.
 El ingeniero a cargo de la dirección de obra  estuvo a punto de acercársele. Lo observaba con detenimiento y compasión, pero se abstuvo con sabiduría respetando el pasaje nostálgico que atravesaba este señor mayor, invadido por recuerdos insondables y vaya a saber qué otros pensamientos lo estarían cautivando, dedujo el ingeniero. Dió órdenes a los operarios que detuvieran las grúas  y al resto, que se tomaran un descanso. Por supuesto que no se estaba equivocando, ya que el señor Cantarell se quedó observando con la mirada llorosa lo que había de ser su casa, con una sucesión de dormitorios y la galería paralela acompañando la arquitectura de la época. Alcanzó a ver todavía intacta la pileta a la intemperie para lavar la ropa. Vio los mosaicos casi triturados por el constante pasar de las grúas. Qué falta de respeto a mi corazón, pensó el señor Cantarell con cierta indignación. Se vio a sí mismo jugando a la pelota en lo que había sido el patio de atrás. Recordó las fiestas navideñas en familia, su primera comunión, a su padre arreglando la casa con su caja de herramientas y una disposición benevolente en el ámbito de lo que fuera su hogar.  Levantó la mirada y miró el parral muy al fondo del terreno, como si experimentara una visión profundamente meta histórica de sus ancestros. Luego pegó media vuelta, saludó al ingeniero y a los obreros y se marchó sin vacilar un instante, puesto que se dijo al tiempo en que se marchaba, que no regresaría jamás. Y lo cumplió.   
Retrotrayendo su vida hacia su juventud, Eduardo Cantarell, al conocer a Delfina, había descubierto el amor. Se proyectaba en un futuro haciendo una vida marital, como nunca se hubiese imaginado, pasando de  simplificar sus soledades más egoístas, a flirtear  con esta periodista soñadora que había de obnubilarlo y que las fuertes columnas que sostenían su acrecentado  racionalismo, se desbarataran como por arte de magia. Sin embargo,  ponía en una balanza los pro y los contra acerca de quedarse solo sumido en su carrera profesional y llegar hasta lo más alto, o darle una oportunidad a su corazón y augurar una vida de dicha junto a Delfina. De todos modos, concluía, pienso que puedo hacer las dos cosas. Con esta reflexión y muchas otras más, daba muestras  que su vida no debía quedar encapsulada solo en un proyecto académico como bien tenía pensado. El amor lo estaba arrinconando, seduciendo a compartir sus proyectos, multiplicando sus potencialidades hacia otros inimaginables descubrimientos. La etiqueta del solterón mujeriego, aires de intelectual un tanto arrogante, como lo cargaban sus amigotes a las carcajadas sin pausas, comenzaba a desbaratarse y el punto de atracción se agigantó mucho más en dirección hacia Delfina. Sin embargo, a él, no le gustaba dar muchas explicaciones sobre su vida privada y haciendo un ademan con la mano, expresaba su incomodidad por la intromisión desmedida en relación a su intimidad con su nueva pareja. Les sugería de antemano a sus amigos que cambiaran de tema y por momentos su voz comenzaba a agravarse, como dando señales que su enojo se estaba exacerbando. De todos modos, estos buenos muchachos, muchos de ellos sin ninguna formación, lo respetaban sobremanera, puesto que jamás se sintieron discriminados por el amigo que se crió junto a ellos y por esas cosas de la vida, como decían en el bar, las ansias de ser alguien, lo habían convertido notoriamente en un hombre  brillante, pulcro, inmaculado, que había triunfado de manera meteórica para alcanzar sus propósitos. De hecho, a los pocos meses tuvo que pedirles que salieran como testigos para su casamiento que se festejó discretamente con un reducido número de invitados. En parte la familia y en parte a las amistades de ambos que tuvieron que viajar para la boda a la que asistieron con júbilo en un salón de eventos en cercanías del barrio de Almagro. Parecía un sueño tomando forma dentro de un contexto marital al que habían deseado juntos y que las posibles fuerzas de la adversidad- a propósito de la distancia y de pertenecer a países distintos- no pudieron doblegar. Del matrimonio nació una hermosa niña, a quien sus padres llamaron Carmen, como hubieron de solicitarlo sus  suegros uruguayos y que esta flamante pareja lo tomó de buen talante. Delfina dejó de trabajar para concentrarse en la crianza y educación de la pequeña, y cuando esta estuvo ya más avanzada retomó su pasión por el periodismo. 
 Con respecto a su trabajo y a sus pensares, Cantarell  ciertamente no solo estaba enfocado con  vehemencia hacia las ciencias exactas, si no que había de incurrir como autodidacta  también en la filosofía, la semiótica y, hasta llegó a concentrar su atención en la exegesis freudiana. A menudo, regresaban imágenes con respecto al día en que defendió su tesis doctoral en matemáticas. Sus padres estaban presentes mirando con orgullo al hijo que alcanzaba la mayor titulación académica. Lo miraban con lágrimas en los ojos, pero felices, y él, inexpugnable en apariencia a todo sentimiento, sentía que se le remordían las vísceras, se le hacía un nudo en la garganta para no quebrarse de emoción y enfrentar con mayor entereza al cuerpo de profesores que lo estaba escudriñando. Cuando llegó a envejecer, sus padres lógicamente ya eran parte de la memoria; entonces con signos de arrepentimiento, deseó volver el tiempo para modificar esa conducta tan reprochable y acartonada que le impidió abrazarlos y llorar junto a ellos. Decirles, gracias a ustedes, a su sacrificio, pude llegar a cumplir mi objetivo. Pero ya era muy tarde para añadir la reflexión y los cuestionamientos a un deseo irreversiblemente imposible. Tanto, que en una fracción de segundos se sintió un verdadero idiota, anhelando reparar lo irreparable y reprochándose a sí mismo, ser un perfecto imbécil por querer alterar la realidad; y máxime a él, que se consideraba un hombre racionalista. Posteriormente se tomó unos minutos de autocompasión, pidiéndole a su corazón que entendiera la estúpida arrogancia tan estricta por su manera de pensar. En efecto,  entre tantas introspecciones, recordaba  de manera casi traumática que la doctrina psicoanalítica sostiene que los impulsos instintivos que son reprimidos por la conciencia permanecen en el inconsciente y afectan al sujeto. A partir de esta significación, comenzó a profundizar de manera más exhaustiva sobre los tratados del psicoanálisis; pero lo hacía con tanta fascinación, que en las noches se desvelaba tratando de dilucidar las estratagemas que había de construir el sujeto a través de los distintos procesos de su neurosis para conformar el yo. Llegó a establecer la idea de que la educación es una forma de represión, aunque definidamente necesaria e imprescindible para la evolución.  
Admiraba a Freud como el científico en materia de medicina más notable del siglo veinte.  Buscaba enfáticamente la interrelación de los números transfinitos, el tiempo y la angustia pavorosa de que el hombre, según analizaba, tarde o temprano va a morir. Nada puede impedirlo o detenerlo, porque la razón no cuestiona a la realidad, y la realidad no cuestiona los absolutos. El hombre está condenado a morir. Y éste, aunque tenga la posibilidad de proyectar un futuro, amar y ser amado y realizar ciertos objetivos, razonaba que el sujeto  aguardando su muerte, es en definitiva, la consecuencia inciertamente perturbadora que recalará de manera inexorable a través de sus procesos en un final trágico de su existencia. Sin olvidar curiosamente que en este transcurrir de la  existencia, tomamos conciencia de las posibles fatalidades, terremotos, pandemias, cataclismos, la devastación de una guerra, las injusticias sociales, las luchas de clases, el lenguaje hipócrita y doblemente inmoral de los políticos; y así mismo, por mal que nos pese, vivimos haciéndole frente a la adversidad. El sujeto,  a pesar de que es consciente de su finitud, coexiste un imperativo ilusorio de invulnerabilidad que lo estimulará con valentía a sobrellevar sus angustias y a construir una vida más o menos plena.  Sin desdeñar el amor, que podría ser el motor o vehículo de sus proyectos, expresaba  que el hombre debe encontrarse, revelarse y descubrir sus pasiones. Puesto que de lo contrario, en el correlato de su existencia, transitarán por distintos ciclos que lo acecharán  abrumadoramente a   un sinsentido a la vida y no habrá otro camino que la depresión y las constantes pulsiones hacia el suicidio. Pensaba que el hombre extremadamente materialista ve en los seres espirituales un halo de bohemia condensada en imbecilidad; como así también el hombre elevado, ve en el hombre materialista-aunque no lo admita- a un pobre idiota perdido en sus miserias. Cuando meditaba  en sus continuos e inalterables silencios, estaba convencido  que  la realidad, en apariencia, está circunscrita a las circunstancias del presente. Sin embargo, consideraba  que el hombre en su afán de vivir el aquí- ahora, no puede ni debe desdeñar la inexorabilidad del pasado que ha sido la ingeniería que lo ha impulsado  a establecerse en lo que es  significativamente su existencia: su intromisión en el mundo de las cosas, sus despertares, sus deseos primarios, su evolución, la interacción de su inocencia con la tortuosa realidad que lo apabulla. No hay que negar el filo psicoendocrinogenetico que lo conecta no solo a su pasado inmediato, sino que científicamente ratifica su conexión a nueve generaciones ancestrales.  El amor y la incertidumbre fantasmagórica de su perdurabilidad, sus debilidades, las fantasías de ser alguien que  probablemente  nunca será, el desarrollo epistémico de su dialéctica, sus vacilaciones que lo condicionarán a pertenecer al estereotipo de un triunfador, o posiblemente, por el contrario, a la frustración. Somos desagradablemente críticos con el prójimo, pero muy cautos cuando hacemos una autocrítica. Viviremos sujetos miserablemente a las etiquetas que nosotros mismos inventamos  y el efecto será tan abrumador, que renacerán compulsivamente muchos más estereotipos de los ya existentes. Más allá de los resultados, la naturaleza  expectante, estará aguardando una reacción. El libre albedrío nos hace más sabios, pensaba, pero curiosamente nos induce a visitar la locura. ¿Y qué es la locura, sino la incapacidad de disociar la fantasía de  la realidad?...Eso no quiere decir que siempre que hurguemos en nuestro interior, vayamos inexorablemente a enloquecer, sino que más bien, razonaba Cantarell, aprendamos a sacarnos el traje que conlleva nuestro personaje humanamente atroz y superfluo, para descubrir quiénes somos verdaderamente. Y añadía con ironía apretándose sus mandíbulas desde lo más profundo de sus vísceras, que el personaje que algunos escogemos ser, a veces es tan abominable como el sujeto que lo ha engendrado. Nacemos libres, pero en el proceso de la vida, nos viciamos de tantos mandatos culturales, que  terminamos esclavizados en nuestro propio infortunio.  Seria licito admitir, infería Cantarell, que el gran problema del hombre es la moral. Y si existe este problema, es porque subyace una gran crisis espiritual de grandísimas magnitudes que el hombre no puede o no quiere entender, quizá porque está cegado obstinadamente en ser ése alguien que se asemeja más al personaje que satisface al caparazón social, que a lo que debería ser, o comportarse con mayor vehemencia con su propio yo. Su capacidad cognitiva y racional, nunca pueden funcionar satisfactoriamente en su máximo esplendor sin un juicio previo de la conciencia propiamente dicha de lo que se es, de los valores y principios interviniendo constantemente en cada acontecer. Para ello, la voluntad y la inteligencia no pueden prescindir de la moral,  puesto que el objetivo, por promisorio que aparente, podría ser pernicioso. Caminando de un extremo a otro de su habitación, reflexionaba que  la vida en todo caso, podría constituir una suerte de pensamientos inconclusos, percepciones, fantasías, sensaciones atascadas en un pasado que busca revelarse, deseos inmediatos de conocer el porvenir para saciar el presente que no nos conforma. El hombre  no sabe hacia dónde va, porque ignora ontológicamente quién es, cuál es el sentido estricto de su naturaleza; ¿qué atañe su existir al universo y a la relación del mundo de las cosas?  ¿Decidimos nosotros con nuestros pensamientos, o existirá un destino predeterminado que nos fijará un camino férreo lleno de tropiezos y tentaciones?  ¿La realidad es lo que se percibe, o serán meras interpretaciones que se conjugan entre el subconsciente y nuestra limitada conciencia? ¿Qué marca la diferencia entre ser creados o inventarnos como seres independientes, capaces de decidir y alterar nuestro destino? El hombre es instintivamente dual porque la naturaleza lo concibió como tal. Es muy posible que las circunstancias, pensaba Cantarell a propósito del perspectivismo de Ortega y Gasset, que interactúan intrínsecamente en el sujeto, se correspondan con antagonismo por efecto de las variables entre su naturaleza, sumado a los accidentes que atañen a ella y el deseo  de ser uno mismo el propio creador. Añadiendo a este análisis, hacía también referencia como punto neurálgico a las emociones. Consideraba que las personas antes de pensar, siempre lo precede una emoción, por más ínfimo que sea su pensamiento. ¿Pero si me preguntan, por qué el hombre es dual? Diría que tal vez, a mi entender, se contraponen  el discurso cultural, la educación, los meta mensajes que recibimos de nuestros padres, las pulsiones reprimidas, la moral tan intimidante y repleta de prejuicios para algunos, como tan aceptada, edificante y reveladora para otros. 
En efecto, como vivimos un mundo de sensaciones, de información desmedida, de sentimientos encontrados, dicotomías, la moral ejercerá una influencia vital en la construcción yoica del carácter del sujeto, aun considerando las posibles represiones de sus impulsos, como así también a la temeraria ruptura de las estructuras que han solidificado su personalidad. 
En efecto, presumía la existencia de una doble moral en el hombre, aunque tapada, en la mayoría de los casos, por la rigurosa y efervescente estampa de la hipocresía, despojaba a este la posibilidad de encontrarse a sí mismo y reconsiderar su ética. Consideraba que la perspectiva ilusoria de vivir una vida infantil, contraponiéndose con la abrumadora represión del súper yo, no eran suficientes elementos para contrarrestar las carencias de la inmadurez. 
Intuía, Cantarell, que en este peregrinaje fantasioso, predisponía al hombre a ser erróneo, vulgar y mediocre, vicioso, con cierta predisposición a traspasar límites, caminando inciertamente sobre una nebulosa pusilánime. Analizaba que no le sorprendería enterarse de que un ingeniero aprendiera a tocar la guitarra; tal vez, pensaba Cantarell, este sujeto reprimió su deseo inacabado de ser una heroína dentro de la música, pero la educación recibida, sumada al temor transmitido de sus padres, lo condenaron a ser ingeniero. Y  puesto que aunque una cosa nada tiene que ver con la otra, rasgar una guitarra podría constituir una pasión humanamente aceptable que lo saca al sujeto del racionalismo para transportarlo al maravilloso y mágico universo de la música. 
En ciertas ocasiones de su juventud, comenzó a sentirse extraño; como si habitaran en él, legendarios personajes mitológicos. La mayoría de las veces se manifestaba entre sueños. Pero por momentos, en la vigilia mientras orientaba su mirada hacia el infinito en la que atravesaba un umbral. Oía un constante fluir de líquidos, cacofonías, ecos de voces que viajaban a velocidades increíbles, personajes extrañísimos muy similares a los seres humanos, cuya apariencia, daba la sensación de pertenecer a épocas remotas. De aquí en más, como  preludio,  su eterno temor a volverse loco, lo llevó a refugiarse y ensimismarse en su soledad; y hasta gritó, mientras se miraba frente al espejo de su baño, con las pupilas dilatadas por su euforia, prometiéndose a sí mismo que llevaría el secreto hasta la tumba, ya que no soportaba bajo ningún aspecto saberse un hombre desequilibrado. 
Muchas veces, Cantarell se vio tentado a consultar a un terapeuta, pero sus miedos y prejuicios lo hicieron claudicar. Escogió como punto de protección para su salud mental a las matemáticas: ciencia que manejaba denodadamente con brillantez y le tranquilizaba el espíritu. Su mente viajaba entre cálculos numéricos, derivadas, integrales, aritmética transfinita, algoritmos; entre desarrollo y demostración de teoremas, ecuaciones exactas y diferenciales. Al fin y al cabo, esa fue su pasión desde que fuera niño. Aun así, a pesar de sus temores, no abandonaría sus otras pasiones que eran la filosofía y el psicoanálisis. Nunca admitió con honestidad estas emociones tan desquiciadas que lo asustaban sobremanera porque odiaba reconocer sus debilidades. No obstante, en ciertas circunstancias, se imaginaba perdido en la calle, viviendo de dadivas, durmiendo en un banco de plaza, tapado por cartones, rodeado de ratas, como cualquier linyera que rompe con las reglas y mandatos socio- culturales para embutirse en su soledad. Entonces, pensaba, será mejor decirle adiós al reloj, a las formalidades, a las pretensiones académicas, a los cenáculos, a los viajes y a las insufribles conferencias, a quedar bien por tal causa, aunque podría haber quedado mejor si hubiera tomado esta otra opción, pero qué cosa, caramba. Pensó sin demasiada convicción, que tal vez, tenían razón estos seres que se quedaron por alguna razón fuera del sistema, pero desligados de imposiciones sociales, libres como pájaros, siendo ellos mismos y nada más bello y puro que ellos mismos la razón de ser.  Tal vez, pensó, estos tipos son libres de verdad. ¿Será el desapego de lo material y de las reglas nefastas lo que los lleva hacia esa ansiada búsqueda de la libertad? ¿Acaso, en qué espejos escabrosos se miraba el señor Cantarell, en el de su propia locura, o en el reflejo de las visitas fantasiosas que hacía a menudo por pulsiones autorreferenciales? Pero enseguida se sintió envuelto por un manto de angustias y de miedos hasta que sacudió su cabeza y prefirió cambiar de pensamiento y reposó su mirada sobre el suelo, como si estuviera a punto de traspasarlo y se comunicara con una habitación; y de esta, se comunicara con otra y así sucesivamente se conectara a una indescriptible cantidad de habitaciones y no encontrara una salida, ya que en todas, se encontraba viéndose entre innúmeros espejos  y la visión de él mismo, se metamorfoseara hacia una infinita sucesión de espejismos y el mundo pareciera ser un sentido experimento abominablemente irresoluto. Por tantas contradicciones, flashes, búsquedas frustrantes, sin escapatorias, pensaba que se estaba volviendo loco nuevamente y comenzaba a tiritar buscando respuestas certeras acerca del sentido de su existencia en este mundo. Pero después de todo, ¿quién no se identificó alguna vez, llevado por las circunstancias, como lo retrata genialmente la novela de Stevenson, con  el extraño caso del doctor Jekyll y Mr. Hyde? 
Argüía que es imperativo para el sujeto sostener una convicción férrea inherente a la columna vertebral de su pensamiento. Pero sin embargo, sostenía que esta coherencia sistémica, no necesariamente quiere decir que en el camino de la vida no aparezcan innúmeros senderos que relativicen ciertas teorías que permanecen enquistadas y que empobrecen u opacan  las infinitas posibilidades de la evolución, de tal o cual determinada manera de pensar por cobijarse tras esa convicción que le pareciera ser absoluta. Razonaba que el sujeto debe encontrarse con su soledad y enfrentar sus propios fantasmas; y entender que la vida no es un camino inmaculado, sino que en parte, aparecerán las miserias, la soberbia, el ego y la hipocresía. Y la más terrible encrucijada a enfrentar, será reconocer las propias. Detrás de cada contradicción surgirá una revelación que provocará diversas crisis que lo hará vacilar y hasta desconocerse hasta tal punto en que dudará de su propia identidad  y de las convicciones que lo mantuvieron rígido y aparentemente seguro de sí mismo en su discurso. En el transcurrir de sus crisis, la frágil capacidad para disociar la realidad lo hará trastabillar de su norte hasta desequilibrarlo  y de esta crisis, quedará predispuesto a naufragar en la locura. Dependerá de la fuerza de su voluntad salirse victorioso del embrollo, o perderse obscuramente en sus laberintos. A propósito de este análisis, se preguntaba,  ¿cómo no interesar al pensamiento si el hombre es dual, si en definitiva es  la consecuencia de infinitas transformaciones ancestrales que lo inducirán a experimentar  ciertas crisis por efectos inusitados de los arquetipos? ¿Sería coherente que a lo largo de nuestra existencia, por corta que fuere, mantengamos  un mismo discurso, cuando las circunstancias varían interactuando con las emociones y la difícil adaptación a la realidad que varía también con las circunstancias? Estas preguntas, discursivamente propias de su dialéctica, lo tranquilizaban en cierta medida, ya que se sospechaba poseedor de elementos esquizofrénicos. Como anticipo de este análisis, llegó a razonar que la neurosis como paradigma de normalidad, no era propiamente un disparate. Sin embargo, por momentos infería que este paradigma ejercía un poder temporal en los seres humanos; puesto que consideraba que el súper yo, no siempre logra reprimir las constantes pulsiones que subyacen en el inconsciente y que  se manifiestan en el consciente a través de las emociones. En efecto, llegó a concluir que la neurosis podría ser una caja de Pandora.   Aun así, entre dudas y contradicciones, sostenía que había que aguzar los sentidos y en lo posible abrasarse a la realidad, ya que el inconsciente nos estará retando ambiguamente ya sea  para hacernos claudicar en la desazón, o a potenciar nuestras capacidades, a estimularnos por las decisiones correctas de nuestros actos, pasando por recordarnos los objetivos que no concluimos, hasta castigarnos con severidad  por los actos miserables que dejamos en el camino. Ahora, pensando en el hombre en su totalidad, infiriendo las innúmeras percepciones desde su nacimiento, el proceso valorativo de su evolución y hasta su muerte, Cantarell se preguntaba: ¿qué simbolismos lo acecharán en sus estertores?  ¿Serán los arquetipos, entre otras cosas, los que fantasmalmente asistirán al sujeto en los momentos límites a su muerte?  Analizando las distintas circunstancias adversas, arribaba  que el sujeto a lo largo de su existencia, se adormece proyectándose en distintos estereotipos que le dan un cierto bienestar, hasta que logra forjarse de una personalidad, con la cual cree que será definitiva; pero nunca se conforma porque ha descubierto en el correlato de su existencia, que la monotonía lo asfixia, a veces lo enloquece. 
Nos refiere Schopenhauer, decía Cantarell con notorio entusiasmo: la voluntad se expresa en la vida anímica del hombre, bajo la continua forma del deseo siempre insatisfecho  y cuando el hombre consigue mitigar o escapar del sufrimiento, termina por caer de manera inexorable  en el insoportable vacío del aburrimiento. Si analizamos epistemológicamente la voluntad, procede del latín, voluntas-voluntaris, que significa querer. Es un acto intencional de orientarse con decisión hacia algo que considera positivo y valioso. Me pregunto, se decía Cantarell, ¿será el hombre un deseo insatisfecho para Dios? El hombre es ontológicamente prisionero de su existencia, de su ser, de su ostensible ignorancia y de su limitada cosmovisión del universo. Es imperativo analizar y comprender, que la pulsión que lo mantiene vivo, es porque  cohabita esperanzadoramente  un fabuloso e imaginario porvenir de libertad. Pero añadiendo estas consideraciones, si de algo estaba más que seguro el señor Cantarell, es que por más aprisionados y sujetos que estemos  a nuestra existencia, a una doctrina o a una religión, la única libertad plausible y verdadera es la de nuestro pensamiento, que aun pagando temerariamente el precio de la locura e incluso, la muerte, podía afirmar que  es indescriptiblemente libre el ser cuando vuela con su imaginación hacia el libre albedrio rompiendo con las estructuras y la imbecilidad social que lo mantuvo cautivo.  Apretándose las sienes, como si le doliera la cabeza, Cantarell admitía que Heidegger estaba muy presente en su ansiada búsqueda existencialista, cuando refiere, entre otras cosas, que el gran problema de la filosofía no es la verdad, sino  el lenguaje. Heguel nos anuncia la decontructividad de la filosofía. Tal vez yo no sea nadie para contrariarlo, les decía a sus amigos más pensantes en una rueda de café donde solían juntarse en repetidas tertulias, pero pienso que mientras exista el hombre, exclamó en tono doctoral, se supone que la filosofía no nos abandonará. Ya sea a través de la literatura, la sociología, la filología y hasta la misma psicología, serán herramientas cruciales para la construcción del pensamiento contemporáneo.
Como si despertara de un prolongadísimo sueño y no tuviera la certeza total de estar en estado de vigilia, o por el contrario, de sentirse atrapado en una inescrutable ensoñación onírica, Eduardo Cantarell caminó en pijamas hacia el living; posteriormente se sentó justo en el sillón cercano al ventanal para ver la calle, los automóviles, colectivos, gente al pasar; en definitiva: el mundo externo del cual él mismo se sentía apartado, ya sea por su edad, o vaya a saber por qué otras cosas, pero que de alguna manera, extrañaba. Después se incorporó, calentó agua para tomar un café y permaneció inmóvil mirando un retrato de Delfina. Oyó un ruido a llaves de la cerradura de la puerta del acceso principal, seguido por la intromisión de su hija Carmen, quien se acercó para besarlo y aprestarse a preparar el equipaje. Él la miró sorprendido, hasta que ella le recordó que en las próximas horas saldrían de viaje a Montevideo. Lo acompañó hasta el dormitorio, le abrió la ducha, posteriormente lo ayudó a vestirse, le echó un poco de agua de colonia para que se oliera mejor, cerró herméticamente el departamento y tomaron un taxi hasta Aeroparque.  Una vez dentro del gran establecimiento, caminaron hacia los mostradores para hacer el chequeo de los pasajes y despachar las maletas. En un leve descuido de la mujer, Eduardo Cantarell giró sobre sí como atraído por una fuerza extraña que lo hizo contemplar hacia el Río de La Plata. Su hija Carmen, le había anticipado que no se moviera de unos cuantos pasos más de donde ella estaba  cercana a los mostradores de la aerolínea aguardando a ser atendida, pero su padre, posiblemente aprovechando la ocasión de no sentirse vigilado, comenzó a caminar hacia una de las puertas para salir al exterior del edificio. Se detuvo unos instantes, hasta que decidió cruzar sin otro cuidado que la compasión que los automovilistas tuvieran para con un anciano en medio del peligro caótico de lo que significa atravesar la costanera sin medir las consecuencias. No aguardó a que cortara el semáforo. Como efecto, los insultos, las frenadas, la inclemencia del tiempo, parecía no importarle, ya que una vez que alcanzó la vereda de enfrente, su rostro no mostró un ápice de intranquilidad o de arrepentimiento; diríase,  como si no le importara nada. Solo el magnetismo propio de la naturaleza de sus sentimientos, atraído por un pasado que parecía perpetuarse en el presente. Mirando largamente la costa del Uruguay, comenzó a metamorfosearse hacia su juventud, cuando en Montevideo, apenas finalizada la disertación se aproximó Delfina para hacerle un reportaje. Era entonces un hombre joven, brillante, bien parecido. Se llevaba el mundo por delante con su personalidad que avasallaba con su sola presencia. Tanto, que hasta ante una mujer hermosa y deslumbrante como Delfina, tampoco  pasaría inadvertido. Sin embargo, a sus ochenta y nueve años de edad, la realidad era otra; hipotéticamente, la de un hombre en sus postrimerías rasguñando entre tinieblas retazos de su larga existencia, atesorando momentos que solo para él tenían significación. Y al parecer, tan abrazado a su egoísmo, tan olvidado de su presente, que no pensó  que su hija lo buscaba con desesperación en cada resquicio del aeropuerto, corriendo con el alma en la boca y abriéndose paso entre el gentío para saber de su existencia. La mujer, con el rostro angustiado, lo buscó en los distintos baños, en la sala de embarque desde de donde supuestamente aguardarían para ser llamados; aunque sin mucha esperanza, ya que su padre no estaba lo suficientemente lucido como para observar o retener cierta información. Pensó que tal vez, su padre podría haber tomado otro vuelo, pero claro que sí a un país limítrofe, ya que no llevaba pasaporte. El solo hecho de inferir en esa posibilidad, fue más o menos como experimentar un escalofrío que recorría por todo su cuerpo.  Habló con personal de seguridad para cerciorarse de que su padre no hubiese salido del establecimiento, pero se sintió bastante estúpida por la pregunta que acababa de formular. Se echó a llorar tapándose la cara hasta que una mujer policía se le acercó. Carmen le explicó la situación y salió de Aeroparque acompañada por otros policías que habían sido advertidos; se parapetó justamente donde arriban los taxis que traen y llevan pasajeros, marcó el celular que comenzó a sonar desde un bolcillo del traje de su padre, a quien  le fastidiaba sopesarlo en el cinturón. El anciano, embarullado entre el golpeteo del oleaje del Río de la Plata y su estado de melancolía, no llegó a oír el zumbido. Su hija, con lágrimas en los ojos, volvió a intentar  otro llamado, sin percatarse que cuando Eduardo Cantarell se aprestaba a responderle, el aparato comenzó a resbalarse de entre sus manos, rebotando estúpidamente entre sus dedos, hasta que  finalmente se fue de bruces al rio. Tampoco pareció importarle. Volteó la cabeza hacia las costas del Uruguay para adentrarse en sus recuerdos, mientras que su hija cruzaba la avenida costanera escoltada por unos uniformados de la  aeroportuaria porque ya lo habían localizado.         
El señor Cantarell pensó que en el plano de la geometría, dos rectas paralelas mantenidas a cierta distancia, nunca se juntan. Sin embargo en el plano proyectivo, si dos rectas son paralelas, el punto común será un punto del infinito, que es la base del principio de dualidad. Por eso, querida Delfina, pensó en voz alta con su cabeza tiritando de frío y los ojos llorosos, aunque te parezca una locura, nosotros somos dos rectas paralelas que nos juntaremos en el infinito. Lo doy por sentado. ¿Acaso cabe alguna duda? Te extraño tanto, no sé si te lo podrás imaginar, pero sucede que la vida se nos pasó de arrebato, y aunque no sea exacto o no quiera ver la realidad, pues debo admitir que  tengo recurrentemente esa sensación; sin embargo para serte franco, fui inmensamente feliz. Sería insensato negarlo de mi parte. Entonces un beso, una mirada, una sonrisa, es en definitiva la interacción de un hermoso fenómeno de lo que fuimos, o para ser más claro, a mi sentir, de lo que realmente somos; lo que inferimos tantas veces entre sonrisas y a veces llanto, sentados en el living mirándonos a los ojos, hablando de tus cosas, de nuestras cosas, vos me sabrás entender. Quiero decirte que el mar es como tiempo, tiene presente eterno.  ¿Y vos estás en este mar, pero dónde estás? Es tan inmenso que me avasalla con solo mirarlo. Ay, Delfina, tengo la necesidad de tu presencia. Te he buscado en las sinfonías de Mozart, en la apacibilidad de los vastos atardeceres cuando el ocaso cae inexorable y los últimos ruidos se confunden en la conjunción del amor y el olvido. No quiero olvidarte, no puedo tampoco. La soledad me atrapa ya en el departamento donde compartimos muchos momentos, pero qué digo, nuestra vida de convivencia. Entonces no me doy por vencido, pues te busqué en los algoritmos, en los números transfinitos, en la magia de las baldosas de la calle Corrientes, en el sustrato metafísico que se desprende de una esquina de un café porteño, con resonancia a bandoneón. Te busco en el inconsciente con la ilusoria idea de que te voy a encontrar. Creo que las grandes verdades están en ese desconocido supra mundo que atesora la memoria del universo todo. Por momentos siento que estás muy cerca, como si me hablaras al oído y me quisieras tranquilizar. Voy con mi locura a cuestas y una ensoñación a vos que me ahogo entre mis lágrimas. Me cuesta mucho sostenerme.  Es por eso que quisiera reconocerte que ante ti el mundo pareció más bello, pues la luna se eclipsó sorprendida y las estrellas brillaron con más intensidad. El gorjeo de los pájaros se oyó sin límites, el mar se alborotó de alegría desplegando su oleaje.  Acaso el rosal comprendió tu presencia y despertó. Entonces se improvisó una fiesta, florecieron sus pétalos y fue eficaz que hubieras pasado. Ante ti el mundo se maravilló, mujer hermosa, ojos de miel, labios carmesí. Tu sonrisa fue encantando las calles y se fue contagiando en cada rincón del universo. Los árboles se desperezaron ante ti, pues el viento había dado girones zamarreando sus hojas. Oh, luminoso porvenir…te vi pasar, tu perfume se inmiscuyó en mi piel, fue tan definitivamente mágico tu proceder que mi corazón estalló. Oh, mujer, qué loco amor se avizoró ante mí.




	FIN

Último cuento corto de Gabriel

SU PASIÓN POR RENOIR

Confieso abiertamente, que en un principio, no me satisfizo la idea de comenzar a frecuentar a Krauss Folembaider; acaso, mucho menos aún, conociendo su tenebroso y furibundo pasado que hoy persiste, todavía, fantasmalmente, como voces anacrónicas clamando justicia, desde cada rincón del vasto universo que nos atañe a todos, aunque se sientan, algunos, indiferentes a estos terribles vejámenes. Innúmeras veces, he reflexionado acerca del lugar del hombre en este mundo: sus anhelos, sus pasiones, sus miedos y el sentido que le ha dado a su merecido existir, en un orden cualitativo de prioridades inherentes a su razón de ser. La libertad, la justicia, la verdad, han sido y seguirán siendo, puntos altamente significativos para los pensadores, como lo exploran satisfactoriamente en los vastos tratados filosóficos, para arribar entre otras cosas, a que son derechos naturales que conciernen al hombre, y no meros documentos teóricos que descansan apaciblemente en una biblioteca. Las razones que me llevaron a perseguir a este ex-oficial de la Gestapo refugiado en el Paraguay, no me son impropias. Solo bastaría retrotraer hechos, que lamentablemente son inexorables, pero que aluden a mi desesperación y a mi locura, para entender, y no de manera falaz, la realidad de los acontecimientos y lucubraciones que fui infiriendo a lo largo de mi tortuosa existencia. Me presenté como Bertram Hendrich, omitiendo, lógicamente, mi verdadero nombre. Ya para su sorpresa, ocultos entre las cuencas, la mirada inescrutable desde esos ojos azules, helados, cubiertos por párpados decrépitos por la ancianidad, parecieron atravesarme en las entrañas, como advirtiéndome que debía de estar totalmente fuera de mi juicio. Luego echó un vistazo general hacia el horizonte, con un aire displicente y la arrogancia propia de un sujeto que ha sabido manipular situaciones por demás aterradoras. Mi apócrifo oficio de curador, mi entrañable obsesión y mi perfecto alemán, han desarrollado en la adversidad, un instinto más que eficaz para ubicar su paradero y persuadirlo a una entrevista. Aunque reconozco, que no fue empresa fácil mantenerme íntegro frente a la severidad de su investidura. Y mucho menos, en el primer encuentro en el que me observó con obstinado detenimiento, analizando concienzudamente mi inteligencia, el lenguaje corporal en mis movimientos, las probabilidades que se aproximan a mi etnia, y el propósito insospechado de mi primera visita. Caminamos hacia el jardín abriéndonos paso por entre la frondosa arboleda, posteriormente me invitó a ingresar a su casa; hizo un ademán para que conociera la pequeña galería atestada de óleos y esculturas, y de manera súbita, comenzó a hablar con omnisciencia sobre Nietzsche, Heidegger y otros existencialistas a los que citó con resonado fervor, para luego y de manera repentina, recalar de nuevo en la pintura. Sería lícito admitir, también, su fina y respetable apreciación por el arte y el profundo conocimiento por la semiótica y la filología. Añadir su pasión por Renoir –cuando abordamos a los pictóricos- exaltaba el buen tino impresionista. La segunda vez que lo entrevisté, hizo una magnífica descripción del pintor, exacerbó en la biografía y puntualizó la elegante sensualidad de su obra; y hasta hizo del artista, un sublime reconocimiento de su figura. Transcurrieron unos pocos días hasta que decidí regresar a la casa de Kraus Folembaider. Cuando hice sonar la campanilla, pude distinguirlo detrás de la puerta mosquitera, como si estuviera aguardándome de antemano y avizorara la certeza de mi arribo. El sol impactaba sus rayos contra la vivienda, refractando en las paredes su fulguración, y elevando la temperatura hasta una situación insoportable. Me observaba, bebiendo, con una sonrisita cínica, al tiempo que daba señales de que ingresara. Sin embargo, me recibió de buen talante, invitándome con jerez y con enorme e inexplicable júbilo; quizá, la causa de su euforia era mi previsible visita, pensé con abrumado desconcierto, pues había sobradas razones para que sostuviera mi escepticismo, ya que la intuición, así me lo indicaba. Inusitadamente comenzó a hablar de Renoir, mientras que caminaba con lentitud con los brazos cruzados por la espalda, deteniéndose entre dos pasos para hacer una reflexión. De pronto su mirada pareció perderse en lo profundo de lo infinito, como atascado en las fugacidades de la melancolía, hasta que me anotició que ése día, era el aniversario de la muerte de su esposa Gretna. Luego me hizo saber que su pasión por Renoir, era, sin lugar a dudas, la obsesión más dulce que su mujer le habría transmitido a lo largo de sus años junto a ella. Lejos de perder el temple de hombre duro, percibí cierta tristeza en su rostro, cosa que no logró conmoverme, pero si hacer una breve acotación a su pesar y expresar mis condolencias. Dándome la espalda, empezó a decir: —Señor Hendrich o como quiera llamarse, desde el principio supe cuál era su propósito; ¿no creerá que soy un idiota? Haga lo que tenga que hacer, por favor—. Aguardé hasta que giró sobre sí y permanecimos unos instantes mirándonos de frente, entonces abrí fuego y lo vi caer de bruces sobre la alfombra.

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